A la hora de abordar una continuación o alguna de las partes siguientes de una serie de ciencia-ficción, siempre se corre el peligro, normalmente confirmado, de encontrarse con un considerable descenso de calidad con respecto a lo anteriormente leído de la misma. Seguramente el ejemplo más popular sea Dune, de Frank Herbert, y toda la saga posterior, aunque cualquier lector habitual del género podría, seguramente, dar otros títulos en el mismo orden de cosas. Para ser justos, hay que decir que esto no es un defecto exclusivo de la ciencia-ficción (me vienen a la memoria, por ejemplo, las continuaciones de El médico de Noah Gordon), pero es quizá en este género y en el de fantasía donde más se da el vicio de alargar el éxito logrado con una novela, convirtiéndola en una trilogía, pentalogía o vaya usted a saber. Afortunadamente, no todas las macroseries tienen su origen en la búsqueda del vil metal y en alargar lo inalargable. Hay algunos autores que, arrebatados por una idea gigantesca, imposible de expresar en una sola novela, deciden crear la serie como un todo, no como una retahíla de continuaciones sin sentido, sino como algo global, una gran novela en realidad, dividida en varias partes. Sólo en esos casos se puede dar el milagro de que uno de los capítulos posteriores sean superiores a lo anteriormente leído. El libro que nos ocupa es un ejemplo de ello.
Mareas de luz ocupa el cuarto lugar en la hexalogía imaginada por Gregory Benford, y sin embargo es mejor novela que las tres anteriores. En realidad, cada una de ellas es diferente de las demás, pero significativamente complementaria, hasta tal punto que quien cierre finalmente esta cuarta novela tendrá la sensación de que algo grande, un collage enorme, comienza a tomar forma y sentido en su cabeza.
Dentro de la rama que explora la gran aventura de la Familia Bishop, la novela narra las vicisitudes sin fin de Killeen y la Familia en un nuevo planeta en el que habrán de luchar al lado de otros humanos, gobernados por un megalómano -que finalmente resultará ser otra cosa-, contra una nueva especie más poderosa incluso que los mecs, y a los que los humanos dan el nombre de cíbers, Para éstos, los componentes de la Familia no son más que una molestia insignificante a la que exterminar. Poseedores de una increíble tecnología capaz de "domar" cuerdas cósmicas con las que sangrar los distintos planetas por donde pasan, los cíbers pretenden desvelar el misterio que ata a los mecs con los múltiples cuasares de la galaxia, totalmente ajenos, por otra parte, a la importancia que los humanos tienen en su propia herencia genética.
Con esta nueva aventura, la epopeya de los Bishop adquiere tintes majestuosos en su constante lucha contra la plétora de seres superiores que se les van poniendo por delante, y a los que uno por uno van superando. La acción no decae en casi ningún momento, y los viejos elementos, como los ya imprescindibles Aspectos (personalidades grabadas e implantadas en soportes cerebrales), ayudan a dar más profundidad si cabe a los ya conocidos personajes. Los elementos hard, más abundantes en esta novela que en las anteriores, son de una magnitud gargantuesca. Cuerdas cósmicas, enormes inteligencias orgánicas como el Sembrador del Cielo, cuyas maniobras en el planeta Nueva Bishop despiertan el sentido de la maravilla, las construcciones de los cíbers en órbita, la insolente maniobra del protagonista a través del eje planetario, o la de la misma cíber Quath, asida al enorme tallo espacial para escapar de la batalla con los protagonistas en su interior, sólo pueden ser propias de un autor con gran imaginación y enorme dominio del arte de contar y hacer creíble lo narrado. Todo esto se suma a los imprescindibles elementos propios del arco central de la serie, configurando un misterio cada vez mayor, con un apéndice final que sumerge al lector en una intriga a escala cósmica, y le empuja a querer saber más sobre ese universo.
Pero sin duda, el punto más logrado de toda la novela es la creación por parte de Benford de una especie enormemente interesante y magistralmente descrita, a la que los humanos llaman cíbers, y que el lector conoce como las podia. Auténticos ciborgs, mitad orgánicos, mitad máquinas, estos seres, que recuerdan en todo momento a gigantescas arañas (aunque lógicamente no se diga de manera expresa, puesto que los humanos de las familias nunca han visto una), constituyen, con su comportamiento y su creíble organización social, una de las más interesantes especies alienígenas que el género haya visto últimamente.
De todas formas, Mareas de luz no es un libro perfecto. Benford sigue insistiendo en castigarnos de vez en cuando con un par de páginas descriptivas de las suyas, a las que no hay manera de encontrar sentido literal, siendo imposible imaginarse espacialmente lo que nos quiere enseñar. Esto se hace patente especialmente en esta novela, donde llega a acompañar algunas acciones con dibujos, seguramente porque él mismo se da cuenta de lo farragoso de sus definiciones, como por ejemplo en la primera aparición y modo operativo de la cuerda cósmica. En mi opinión, el medio escrito debería bastarse y sobrarse para hacer llegar al lector lo que se quiere contar: cualquier cambio de formato siempre acaba sacando al lector de la historia.
Aun así, esto no parecen más que pequeñeces al lado de la alta calidad de esta obra. Quedan muchas preguntas por contestar en una serie que cada vez se revela más importante. Qqué pasó con los humanos? ¿Por qué en su momento de mayor gloria y poder -la llamada Era de los Candeleros, esas enormes ciudades en el espacio- comenzaron a decaer hasta llegar a la situación que se narra en los libros de los Bishop? ¿Qué extraños objetivos persiguen los mecs en el Centro Galáctico, y por qué su interés en hacerse con todos los cuasares de la galaxia? ¿Qué será de la familia Bishop? ¿Se encontrarán con Nigel Walmsley en el Centro Galáctico? ¿Qué más sorpresas esconde el pasado de las podia?
Una auténtica invitación para que todo aficionado al género consiga el siguiente volumen de la monumental serie del Centro Galáctico, Abismo frenético.
Santiago L. Moreno
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