Mothman no es una novela fantástica. Ni siquiera es una novela. Aunque aparezca empaquetada como la novela en la que se basa la reciente película protagonizada por Richard Gere, e incluso el texto de la cubierta posterior dé a entender eso, quien busque en este libro la historia que vio en pantalla puede irse olvidando de encontrarla.
En realidad, antes que con la ciencia-ficción o la fantasía, Mothman está emparentado con los libros de Erich von Däniken o Charles Berlitz. Se trata de una obra pseudodivulgativa sobre fenómenos extraños, que se centra sobre todo, aunque no exclusivamente, en los sucesos paranormales sucedidos en un pueblo de Estados Unidos, Point Pleasant, en la década de los sesenta. Estos hechos van desde los avistamientos de OVNIs hasta la aparición de gigantescas figuras aladas (el título incialmente previsto para la obra, El año del Garuda -por la mítica ave hindú- hace referencia a este aspecto), pasando por misteriosas llamadas telefónicas, mutilaciones de ganado y un sinfín de leyendas urbanas e historias del amigo de un amigo.
Keel es mejor escritor que la mayor parte de sus colegas paranormales, y usa una cierta ironía que desmitifica los temas que trata y le hace merecedor de nuestra simpatía, aunque tampoco demasiado. Y es que Mothman sólo contiene una idea nueva: que los diferentes fenómenos inexplicables son manifestaciones de un mismo fenómeno psíquico. Algo parecido, salvando las distancias, a lo que proponía Ian Watson acerca de los OVNIs en su interesante pero fallida Visitantes milagrosos (que, conviene advertirlo, es una obra de pura ficción). Como Watson, Keel observa que los diferentes testimonios sobre apariciones y extraterrestres son tan profundamente incoherentes que sólo pueden explicarse como delirios colectivos o, si se quiere salvaguardar la posibilidad de su realidad (y en ello les van las lentejas a los J.J. Benítez del mundo), como concreciones de una especie de protomateria que reacciona psíquicamente ante la presencia de los seres humanos, acomodándose en su forma a las creencias de cada época. No hay que olvidar que la fiebre de los platillos volantes en los años cincuenta, que Mothman también retrata, dependió en su imaginería de las creaciones de los escritores de ciencia-ficción pulp, que pusieron en circulación la idea de los OVNIs antes de que éstos comenzaran a aparecerse machaconamente.
Por lo demás, esta idea queda lamentablemente oculta bajo la técnica de la cansina y repetitiva acumulación de casos concretos cuya explicación está basada no en argumentos, sino en súbitas inspiraciones del autor, aficionado a las revelaciones, las intuiciones y los mensajes cifrados. Pues, además, en última instancia Mothman no trata sobre fenómenos objetivos, sino sobre la percepción que sobre ellos tiene Keel. Defectos ambos imperdonables para la mentalidad científica, aunque tan viejos como este género de libros: ya Charles Fort los cometió profusamente en su seminal Libro de los condenados. Allí registraba, en inacabable sucesión, cada lluvia de ranas, renacuajos y piedras de las que Fort, padre de los paranormales modernos, tuvo noticia, para a continuación proponer fantasiosas explicaciones que resultan impactantes como imágenes pero muy sospechosas como ciencia. Por cierto que, con esta obra, Fort no sólo fundó la rama de lo paranormal pseudocientífico (la investigación de los llamados hechos forteanos), sino que también nutrió, sorprendentemente, al horror cósmico a lo Lovecraft: esas sombras de alas gigantes sobre la luna, esos países voladores poblados de criaturas gelatinosas, esa sensación de amenaza desde los abismos del espacio... Un parentesco que convendría estudiar, pero que nos lleva lejos de los propósitos de esta reseña.
En definitiva, Mothman es un libro con el que conviene no perder el tiempo. Todo lo más, resulta ilustrativo del trabajo ingente del guionista de la película, que ha realizado un formidable esfuerzo de acarreo y recomposición para construir una trama que, en mi opinión, no está nada mal, usando para ello los materiales de derribo de este texto perfectamente prescindible.
Luis G. Prado
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