Jack McDevitt ha traspuesto un buen número de oficios -desde taxista hasta oficial de la Marina, desde profesor de Literatura en un instituto hasta actor en pequeñas obras de teatro- antes de recalar en la literatura como autor de novelas de ciencia-ficción. Se sabe -pero conviene insistir en ello- que recorrer medio mundo a fuerza de genitales o desempeñar los oficios más variopintos no garantiza una saludable obra literaria, y por lo general un autor que se describe en estos términos no nos está hablando tanto de sus obras como de sí mismo, lo cual, en fin, no es sino un lamentable atentado de contaminación contra el ejercicio de cualquier lector por entender cabalmente una obra artística, que debe ser comprensible en sí misma, ajena al rescoldo biográfico que aquejara su autor antes de parirla.
Pero, si bien no es preciso salir de la cama para construir una obra monumental -se me ocurren ahora Proust y Onetti como los dos autores eméritos de la literatura horizontal, al igual que Boris Vian (que desde su cátedra de Patafísica postulaba por un libro que pudiera leerse sin sacar las manos de entre las mantas) y, actualmente, Woody Allen-, también es verdad que hay ciertas obras que nunca habrían podido ser escritas si su autor no hubiera dispuesto de una biografía en la que se contasen avatares tales -sí- como haber recorrido medio mundo a fuerza de genitales o haber desempeñado los oficios más variopintos.
Afortunadamente, McDevitt pertenece a este último grupo de escogidos (junto, por ejemplo, a los egregios Sir Richard Burton o el bizarre Alexander W. Kinglake), de modo que el lector termina por rendirse a la evidencia de que los episodios biográficos de McDevitt no han debido de ser otra cosa que excusas del destino para depararnos al autor que escribiese obras como la magnífica El texto de Hércules (1986) o la que ahora nos ocupa: Las máquinas de Dios (1994); un autor, en fin, que nos abre a un universo cosmopolita -nunca mejor dicho- donde los púlsares pueden hacer latir su luz bajo la batuta de un mensaje extraterrestre, donde la historia oficial puede ser manipulada para erigir en sus altares a un presunto héroe intergaláctico o (Las máquinas de Dios) donde existen arqueólogos embebidos en descifrar los símbolos de una raza desconocida que ha legado a la galaxia una misteriosa floración de monumentos, armados de una belleza impávida y perturbadora.
De Las máquinas de Dios se puede decir lo mismo que de muy pocas de las obras que salen a la luz con la vitola de "texto literario": es una verdadera joya, un libro en cuyo juego -eso que los griegos también llamaron daimon- uno puede entrar o no, pero que, sin duda, revela la mano de un auténtico y genuino maestro. Hay algunos capítulos (y no necesariamente los últimos) a los que convendría no aludir apenas para evitarnos la cólera del lector susceptible o coleccionista de sorpresas, pero que incluso en las relecturas nos mantienen con los dedos engarabitados a las cubiertas del libro -recuerdo ahora el capítulo 19, por ejemplo, donde los protagonistas se enfrentan al enigma de la Pelota, y al descenso más que invernal de la temperatura de la nave-; hay descripciones de una gran armonía, casi sinuosas, que conforman como pequeños ápices de belleza en un texto que discurre con sobriedad, como con esa lánguida monotonía de las naves que flotan en el espacio; y hay, sobre todo, un esqueleto recio donde la prosa halla acomodo, y que bebe de las fuentes más clásicas: la referencia tanto a los diarios de Melanie Truscott como al Cuaderno de Bitácora de Priscilla Hutchins nos trae a la memoria los apuntes taquigrafiados o conservados en fonógrafos con que el doctor Seward o Mina Murray vertebraban la historia de Drácula (una revisitación del modelo establecido por Dickens, que es, a su vez, una actualización de la historia-dentro-de-la-historia impuesta por nuestro Quijote, y cuyas reminiscencias pueden apreciarse en obras canónicas de la fantasía y la ciencia-ficción de estirpe más clásica, como -es la primera que se me viene a la cabeza- Los ladrones de cuerpos de Jack Finney), al tiempo que -y esto es una observación más particular, más subjetiva- los Datos del Archivo que contrapuntúan el desarrollo de la obra nos pueden hacer pensar en aquella Abulafia computerizada en que el audaz Jacopo Belbo nos narraba "la otra historia" del Templi Resurgentes Equites Synarchici en El péndulo de Foucault.
Quiere decirse que Jack McDevitt escribe no sólo con la poderosa intuición y la capacidad de fabulación de un verdadero contador de historias, sino también con esa compacta maestría de los escritores que conocen a ciegas la tradición que les precede -por algo fue McDevitt profesor de Literatura-, y no hallan en ella sino un vasto abrevadero donde repostar o sofocar la fatiga de los viejos clichés, y abrir nuevas fuentes donde puedan sumergirse las remesas de los futuros exploradores.
Las máquinas de Dios, un libro con daimon, con demonio. Y Jack McDevitt. Indispensable.
Lorenzo Luengo
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