"La literatura juvenil es el mejor invento que ha visto el mercado editorial español en los últimos veinte años." Con este entusiasmo se expresaba Francisco Díaz Guerra en el transcurso de la última HispaCon, durante una mesa redonda que congregó a sus colegas Joan Manuel Gisbert y Armando Boix, y a la editora Reina Duarte. Y es que a estas alturas caben pocas dudas en torno a la capacidad del mercado juvenil para atraer talentos y permitir su postrera profesionalización, en especial si el escritor en cuestión cultiva una serie de temas que no suelen ser del agrado de las editoriales al uso, ni se ciñen a modas más o menos pasajeras. Así, la aventura, la fantasía con raíces y la ciencia-ficción se cuentan entre los temas predilectos de estas colecciones, como lo demuestra la arribada de una serie de plumas que se formaron entre fanzines, antologías como Visiones o concursos como el Pablo Rido o el UPC. Valgan pues los nombres de Armando Boix (El jardín de los autómatas), César Mallorquí (La fraternidad de Eihwaz o La catedral) o Javier Negrete (Memoria de dragón).
El malagueño Francisco Díaz Guerra, desde que en 1990 fuese premiado por su novela Los trabajos de la hechicera Jarkane y las vicisitudes de su hija Ríkala, no ha hecho sino encaminarse hacia la citada profesionalización, si bien uno de los puntos culminantes de su carrera sigue siendo El alfabeto de las 221 puertas, Premio Lazarillo de Creación Literaria, concedido por la Organización Española para el Libro Infantil y Juvenil, y ya con once ediciones a cuestas y unos setenta mil ejemplares vendidos.
Según nos confesaba Díaz Guerra, no concibió El alfabeto de las 221 puertas como una narración destinada a un lector exclusivamente juvenil: fue la oportunidad de presentarlo a concurso y el galardón subsiguiente los que determinaron la trayectoria de la obra; una obra que por otra parte goza de buena consideración en la literatura juvenil contemporánea. De hecho, el lector no prevenido de esta circunstancia, excesivamente predispuesto para una lectura fácil, puede sorprenderse al toparse con una novela que no encaja con los parámetros esperados en el género juvenil, no tanto por la temática o el tono como por una prosa que se apoya en una sintaxis de cierta complejidad, emplea sin reparos el retruécano y en general aboga por expresiones y construcciones arcaicas a tono con la época en que está ambientada.
Por otra parte, el tono, próximo a la ensoñación de Las mil y una noches, redunda en un distanciamiento respecto del lector que no siempre resulta cómodo, en particular en aquellos pasajes en los que se acostumbra a cargar las tintas, o en su defecto, en suministrar mayores dosis de pasión. Con todo, las tribulaciones de la pizpireta y resuelta Jezabel, fugitiva del harén de un jeque, y que en su fuga se hace acompañar de un golem, satisfacen por el calado humanista de su propuesta. La condición de Jared -un ser creado por el hombre a su imagen y semejanza, que no ha sido gestado en vientre de mujer, y que debe su nacimiento a la ofensa de las leyes divinas, por lo que su destino será desgraciado- enriquece la dimensión del conflicto e introduce un halo fatalista que bordea con frecuencia la desesperación del que se sabe próximo a extinguirse.
Pablo Herranz
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