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Los hermanos Hancock
Los hermanos Hancock
Thomas William Simpson
Título original: The Hancock Boys
Trad. Victoria Simó
Col. La Trama
Ediciones B, 2001

Los hermanos Hancock tienen la vida resuelta: gemelos unidos desde su nacimiento por lazos más profundos que la sangre, cuando a causa de un atroz accidente de tráfico quedan huérfanos de padre y madre urden un plan para hacerse pasar permanentemente por una sola persona. Aprovechando un viaje de turismo a Belize, y con la ayuda de un guía local, John y Will Hancock fingen un accidente de submarinismo: un tiburón habría devorado al pobre Will. Desde entonces, el aparentemente individual John se forja una carrera de éxito como autor de best sellers de psicópatas, funda una feliz familia con la hermosa marchante Clara y tiene dos hijos preciosos, una cocinera exótica, una gran casa y hasta una canguro atractiva. En realidad, los dos hermanos se turnan en meses alternos para interpretar el papel de John: mientras uno de los dos, siguiendo el plan que llaman Viajes de Aventura, se va de vacaciones a Europa o a Sudamérica, a navegar o a escalar, el otro queda al cuidado de la cómoda fachada social que se han construido. Y así continúan durante quince años. Pero ahora una serie de acontecimientos externos e internos van a poner en peligro el genial apaño de los Hancock.

Los hermanos Hancock entra en la peliaguda categoría de los libros casi buenos. El tema es sugerente, y hay un par de ideas brillantes, como el hecho de que John, el hermano dominante, es el que realmente desaparece en el fingido accidente, pero obliga a Will a descartar su propio nombre e identidad al llevarse su pasaporte. O la inversión de papeles entre hermanos: el dominante y obsesivo, John, del que el lector teme lo peor, acaba convertido en un burgués pusilánime, mientras el el dominado y calmado Will pierde la cabeza y se vuelve un psicópata violento. Lamentablemente, Simpson no se atreve a ir más allá e intentar despistarnos definitivamente sobre las identidades de los dos hermanos (como apuntaba el asunto de los pasaportes); renuncia al juego de la confusión y pronto nos presenta a uno como el hermano bueno y a otro como el malo, sin más matices. Otra buena idea desaprovechada por el tratamiento plano que le da es la de la omnipresencia de la mentira: los Hancock, que creen estar saliéndose con la suya al engañar a todo el mundo, viven rodeados de gente que les engaña, empezando por su esposa, Clara.

El gran problema de la novela es que se trata de un best seller: en realidad, todo el tinglado se derrumba porque la media docena de personas que conocen el secreto actúan simultaneamente (y ya es casualidad, ¿eh?) y no por los problemas intrínsecos (de estrategia y psicológicos) de su engaño. Clara resulta que conoce el engaño desde el principio, y elige el peor momento para admitirlo; el guía de Belize decide chantajearles y se mete como quien no quiere la cosa en un asunto de drogas; la amante del abogado de sus padres, muerto en extrañas circunstancias, se dirige en su busca con una pistola; y por si no fuera suficiente, el hermano de su profesora de literatura en la universidad, éste sí un psicópata de manicomio certificado, decide darles su merecido navaja en mano. Este acercamiento externo permite a Simpson construir una hinchadísima sucesión de acciones paralelas (el moroso acercamiento de cada uno de los personajes a los hermanos, contado casi minuto a minuto) y extensos diálogos de besugos (¿es realmente necesario que en un diálogo se pidan constantemente confirmaciones de lo que se acaba de escuchar? ¿O sólo sirve para doblar su longitud?). El final de la trama es un prodigio de inventiva para unir todos los cabos que, sin embargo, no salva a la novela del ridículo: la tragedia de los hermanos Hancock acaba en farsa, con personajes entrando y saliendo, puertas que se abren y se cierran, acciones incompatibles con lo que sabemos hasta el momento y una buena efusión de sangre, qué menos. El tema hubiera dado para una excelente novela corta introspectiva y fantástica en manos de un escritor de verdad, pero por desgracia no es el caso.

Luis G. Prado

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