El adolescente Daniel Weinreb lo tiene todo para ser un paria en la ultraconservadora sociedad de Amesville: es judío, bisexual y desde temprana edad manifiesta el irresistible deseo de cantar y volar, actividades prohibidas por la puritana legislación del Estado de Iowa. Estamos en unos Estados Unidos afectados por una crisis económica sin precedentes y un pulso continuo entre las legislaciones locales, fuertemente restrictivas de los derechos civiles y abocadas a un fundamentalismo religioso de carácter providencialista (de hecho, una teocracia protestante en la que los partidos sumisos desbordan por la derecha a los ya de por sí cerriles republicanos del Medio Oeste), y un gobierno federal que en la práctica poco puede hacer (salvo alguna resolución aislada del Tribunal Supremo o imponer la presencia de la Guardia Nacional) para frenar la avalancha reaccionaria. Se consuman así el triunfo de la desobediencia civil de Thoreau, el retorno a los valores primitivos de los fundadores de la nación americana y una dictadura moralista difícil de soportar para alguien tan inquieto como Daniel, cuya madre ya ha experimentado la triste claudicación que supone regresar a Amesville después de ver truncado su sueño de volar.
Ahora bien, el vuelo del que hablamos es una experiencia metafísica y extracorpórea en la que mediante una máquina dispuesta a tal efecto se aprovechan las vibraciones producidas por el canto. Unos pocos elegidos poseen las cualidades requeridas para volar, al abandonar el cuerpo se convierten en hadas y algunos pueden no regresar, perdidos para siempre en el mejor de los paraísos, convertido su cuerpo en un trozo de carne sin alma ni percepción alguna. Volar supone la consumación de una voluntad no sólo artística y creativa (su condición previa es saber cantar), sino una reivindicación de la libertad física y de conciencia en una dictadura de facto, un paso más en la lucha contra la tiranía religiosa que proscribe toda aquella experiencia que induzca al libre pensamiento y la obtención de todo placer no controlable o no admitido explícitamente por la Biblia. La odisea de Daniel lo llevará a sortear todos los peligros de esta América opresiva, aunque en el camino se arriesgará a perder todo aquello que más aprecia. Daniel lucha contra una maquinaria superior a él, que hará todo lo posible por eliminarlo, si no físicamente, al menos moralmente. Un hecho tan inocente (en teoría) como una escapada en compañía de su amigo-amante Eugene Mueller le supone el internamiento forzoso en la cárcel de Spirit Lake. La excusa: vender periódicos de otro Estado, con supuestos anuncios pornográficos. Su internamiento en Spirit Lake es traumático y vuelve más cínico y descreído a Daniel. La lucha por la supervivencia es ardua, puramente darwinista, fiado siempre a su astucia para conseguir cupones de cena (la supervivencia es cuestión de adquirir big macs) y a la templanza para eludir los instintos suicidas de inmolarse (el mecanismo anti fuga de Spirit Lake es una bomba adherida al estómago que se puede accionar por control remoto y que, irónicamente, supone el premio Nobel de la Paz a sus inventores).
No obstante, su reclusión no sirve para otra cosa que reafirmar a Daniel en su sueño de cantar y, consiguientemente, volar. Para ello contará con la inestimable colaboración de su novia Boadicea, hija de uno de los caciques de Iowa. Ella es el medio que impulsará a Daniel hacia la Costa Este y una vida artística llena de tragos amargos, decepciones, alegrías a medias y victorias pírricas.
En alas de la canción es una novela-compendio. En ella, Thomas Disch refleja buena parte de sus vivencias personales (la represión artística y sexual del Medio Oeste, el mundo de la ópera neoyorquina, el internamiento en instituciones estatales), de modo que efectúa una recapitulación muy personal de todas sus preocupaciones literarias e ideológicas. Spirit Lake y la ideología parafascista subyacente a su existencia es una versión realista del centro de reclusión de Campo de concentración. La sociedad puritana de Iowa es una vuelta de tuerca a la jerarquía postapocalíptica de los patriarcas de Los genocidas. La preocupación por la evasión digamos espiritual coincide con los juegos que practican los protagonistas de 334. Las ansias de volar de Daniel, su escapismo a ultranza en busca de su propia identidad, tienen un correlato en la vida real con los viajes de Disch durante la década de los sesenta y sus plasmaciones literarias, los relatos Casablanca y La costa asiática. Disch recapitula acerca de toda su obra y vida anteriores en ésta su última gran novela de ciencia-ficción, pasa página antes de pasarse a los best sellers de terror urbano (El ejecutivo, Doctor en medicina, The Priest) y el ensayo (The Stuff Our Dreams Are Made Of), en la que es tal vez una de las últimas obras maestras del género que quedaban inéditas. Su inclusión en El canon occidental de Harold Bloom, como reza la frase publicitaria de cubierta, tal vez sea una mera anécdota, pero ilustra una realidad: Disch es uno de los escasos narradores procedentes de la ciencia-ficción que realmente han aportado algo a la literatura general del siglo XX.
El ambiguo final (¿triunfo de las fuerzas represoras? ¿sublimación de la libertad?) lleva implícito un llamamiento a la libertad de pensamiento frente a un peligro cierto de retroceso en las libertades y derechos civiles. Si Tim Robbins concluía su película Ciudadano Bob Roberts con un mensaje claro a pantalla completa (Vota), Disch hace lo propio con En alas de la canción, reproduciendo el juramento a la bandera de los Estados Unidos. La analogía no es caprichosa: Robbins dirigió su película en 1992, año electoral en que la movilización demócrata frenó la oleada neoconservadora capitaneada por George Bush padre y, antes que él, Ronald Reagan. Disch publicó su novela en 1979, en vísperas del triunfo electoral de Reagan. Pocas veces asustó tanto (y nunca emocionó más) una distopía, por su capacidad predictiva y su mensaje implícito: el poder corta las alas a la creación.
Juanma Santiago
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