Galardonado con el premio internacional Romano Calisi al mejor estudio teórico, Clásicos en Jauja. La historia del tebeo valenciano se evidencia como una obra de empaque que remata la trayectoria de su autor, el ensayista Pedro Porcel, y con la cual depura el criterio y profundiza respecto de algunos de sus trabajos previos, como La escuela valenciana de tebeos, escrito en colaboración con Anselmo Burulanda, o la monumental obra colectiva Historia del tebeo valenciano, que publicase el diario Levante por fascículos y en la que figuraba Porcel como firma destacada. Frente a estos ensayos, Clásicos en Jauja cuenta con la ventaja de una amplia distribución a nivel nacional, lo que unido al rigor analítico del texto lo convierte en una pieza señera e ineludible en el panorama historiográfico español. Que el libro esté realizado con el mimo y el cariño del que ha invertido horas de lectura antes de plantearse una labor crítica -el propio título, Clásicos en Jauja, alude a ese reino de fantasía y de escapismo que aportaban los tebeos cuando la realidad de la época era bien distinta-, no es óbice para que, por una parte, se conjugue una mirada atenta al entorno y a las limitaciones industriales, y, por otra, se realice una catalogación de las obras más importantes del periodo, y se detenga en los datos biográficos de los autores relevantes, así como en la minuciosa descripción de sus características y, por extensión, en sus correspondientes fases de esplendor y declive.
En aras de una mayor claridad expositiva, Clásicos en Jauja opta lógicamente por el recorrido cronológico. Se remonta a la literatura de cordel, a las aucas y a los romances de ciego antes de abordar sus herederos directos, los primeros tebeos. Los años treinta, con el KKO y Los Chicos como reconocibles cabeceras, dejan paso al reinado de los cuadernos de aventuras y a la pujante Editorial Valenciana, con series como Roberto Alcázar y Pedrín, todo un delirio en sus inicios, y El Guerrero del Antifaz, que alcanzó tiradas de 200.000 ejemplares, punta de lanza del liderazgo valenciano en los años cuarenta. Las grandes sagas de Manuel Gago, como Puño de Hierro, Purk el hombre de piedra o El Espadachín Enmascarado, ocupan otro extenso capítulo. Yuki El Temerario, de José González Igual, Rey Furia, de José Grau y Federico Amorós o El Justiciero Negro, de Antonio Guerrero, completan parte del catálogo de cuadernos de Valenciana durante los años cincuenta y los primeros sesenta, entre las que destacaremos la ciencia-ficción de Hazañas de la juventud audaz, insólita plasmación gráfica del universo de George H. White a cargo de Matías Alonso, que se publicaría pese a que a que la censura proscribía expresamente toda construcción de fantasía imbuida de superstición científica que sobreestime el papel y la significación de la técnica frente a los valores espirituales.
Antes de que la censura endureciese aún más su política hacia 1962 y llevase a los tebeos a un callejón sin salida, nacería la editorial Maga, especializada en cuadernos de aventuras, y que Porcel subraya como uno de los jalones de la historia del tebeo valenciano: Sus colecciones gozan de una personalidad propia, marcada desde su comienzo por el reducido y casi exclusivo núcleo de colaboradores. Dibujantes y guionistas que dieron con algunos de los cuadernos más inolvidables de la producción local: la fantasía desbocada de Piel de Lobo (Manuel Gago), la exitosa Tony y Anita, y la formidable Pequeño Pantera Negra (Pedro y Miguel Quesada), o la trabajada Huracán (López Blanco). Una nómina muy diferente de autores nutrió las publicaciones de Valenciana Pumby, Jaimito o Mariló. De la mano de Karpa, Soriano Izquierdo, Jesús Liceras López, Palop, Sanchís, Arturo Rojas de la Cámara, etc., surgieron personajes como Robertín, Jaimito, Pumby o Bartolo, as de los vagos. Por último, Pedro Porcel trata los cómics en los suplementos de la prensa valenciana, otros intentos editoriales (con especial mención a la esforzada editorial Creo, que abogó por un nuevo enfoque con la serie El Capitán Hispania, ilustrada por Juan González Alacreu sobre guiones de Federico Amorós, o la impresionante Ayax el griego, de José Luis Macías), y la lenta desaparición de la industria valenciana del tebeo, no sin algún intento de enmendar las catastróficas perspectivas.
A medida que se van leyendo las 492 páginas que componen el volumen, el lector va precisando la idiosincrasia de Valencia como centro editorial -tanto las condiciones laborales que imponía Editorial Valenciana como las circunstancias familiares que rodeaban a los artistas-, y en definitiva de una manera de hacer determinada para la que fuese una industria boyante, con Barcelona como único rival, por lo que cabe hablar de una escuela valenciana del tebeo, ligada en su vertiente aventurera al magisterio de Manuel Gago, al dominio de la figura sobre los fondos, y que tenía como contrapunto las revistas Jaimito, Pumby o Mariló, desde las que se fomentó un humor blanco en consonancia con las consignas de la censura, menos permisiva que en Barcelona, y un estilo próximo a la línea clara francobelga que fructificó en auténticas obras maestras. En este sentido, es particularmente útil para certificar las aseveraciones del texto los cientos de ilustraciones que ofrece Clásicos en Jauja. Más que un complemento, las reproducciones de viñetas, de portadas, de páginas enteras, todo ello maquetado exquisitamente hasta el extremo de situar a pie de página reclamos publicitarios de la época (se suceden Lo más sensacional, todas las páginas a color, Pedidlos en quioscos y librerías), entablan un diálogo intertextual, transportan al lector décadas atrás y sirven de testimonio de una forma de entender el cómic perdida para siempre.
Pablo Herranz
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