En 1955, Charles Laughton, un magnífico actor inglés, realizó su único trabajo como director cinematográfico: La noche del cazador, con actores de la talla de Robert Mitchum y Shelley Winter, que inmediatamente se convirtió en película de culto. La película estaba basada en la novela homónima de Davis Grubb, publicada en 1953, y que fue también un best seller en su momento.
La novela narra la historia de Ben Harper, un padre de familia agobiado por la miseria que asalta un banco y asesina a dos hombres. En la cárcel conoce al predicador Harry Powell, un asesino en serie que intenta por todos los medios que le cuente dónde escondió su botín. Powell es un individuo extraño, que tiene tatuados en los dedos de sus manos las palabras Amor y Odio y que recibe constantemente instrucciones del mismo Dios. Más tarde Harper muere ahorcado y Powell, que ha salido de la cárcel, se hace pasar por un amigo de aquél para intentar descubrir el misterio que se llevó a la tumba y que parece que solo conocen John y Pearl, sus dos hijos.
La noche del cazador es una novela que describe la época de la gran depresión con toda su crudeza, y que enlaza con otras grandes obras como Las uvas de la ira de John Steinbeck que marcan la que es probablemente la edad dorada de la novela norteamericana. Pero además es una obra que tiene muchas otras influencias y que, sobre todo, parece que tuvo una gran influencia en autores posteriores encuadrados en los géneros fantásticos. Así, las desgracias a las que se ven abocados los niños nos recuerdan a cada momento la obra de Dickens, y la huída en un bote por el río Ohio es comparable a las aventuras que narrara Mark Twain. Incluso me atrevo a decir que la figura ominosa del predicador, que interpretó genialmente Robert Mitchum, es un anticipo de lo que más tarde será un personaje como el Randall Flagg que aparece en varias novelas de Stephen King, pero sobre todo en El talismán, donde su papel de perverso perseguidor del niño protagonista es prácticamente calcado en muchos aspectos al del hombre de los dedos tatuados. Sin embargo, la comparación es imposible a la hora de ponerse en la piel de los niños protagonistas. Los niños de King son adultos en miniatura, con reacciones adultas ante el horror que la vida les impone; los de Grubb son niños que no comprenden la mitad de las veces lo que está sucediendo, como cuando los hombres de azul se llevan a su padre al que no volverán a ver. No hay que olvidar que el autor vivió la época y el lugar que narra. Aun así, Grubb fue capaz de llevar a cabo una gran tarea de introspección que le permitió plasmar de manera soberbia la forma de ver el mundo y de reaccionar de sus pequeños protagonistas, sin dejarse llevar por la tentación de hacer a estos diferentes a los niños de la vida real. Es pues un libro en el que encontramos eso que muchas veces echamos en falta en las novelas de fantasía o ciencia-ficción que tienen a niños como protagonistas.
La noche del cazador tiene además uno de los ambientes más opresivos y pesimistas que he encontrado jamás en un libro, y esto la convierte sin serlo en una magnífica novela de terror psicológico que, sin duda, influyó mucho en autores posteriores como el ya citado King. Encontramos en ella la pequeña comunidad del Medio Oeste norteamericano aplastada por su misma pequeñez, el integrismo religioso, los rumores, los prejuicios y por la terrible depresión económica que va a ser el escenario más frecuentado de la novela de terror americana de los últimos años del siglo XX. Es por todo ello un sorprendente anticipo de lo que vendrá, pero, al ser una novela que se encuadra dentro del mainstream, no contiene la mayoría de los excesos de las novelas de terror posteriores y sí los aciertos de las mejores de ellas, gracias a un crescendo narrativo que logra introducir profundamente al lector en el ambiente de la historia sin hacerla pesada en ningún momento, a lo que también contribuye su brevedad (284 páginas), nada común en el momento actual.
Todo un descubrimiento.
José Antonio del Valle
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