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Daemonomania
Daemonomania
John Crowley
Título original: Daemonomania
Trad. Marta Heras
Minotauro, 2003

Viene esta Daemonomania precedida de dos libros, Aegypto y Amor y sueño, que forman parte de la misma serie, “Historia secreta del mundo”, y que no he leido. Desconozco, por tanto, si añaden algo a lo que se puede apreciar leyendo sólo este último libro, pero mi impresión es que la novela de Crowley es bastante independiente en cuanto a trama (aunque supongo que no en cuanto a tema).

Daemonomania se articula en dos líneas temporales. En la primera, seguimos durante una temporada la vida de un grupo de amigos en una zona imaginaria (o eso parecen indicar los topónimos) de Estados Unidos. Los acontecimientos se ponen en marcha cuando Rosie hereda la mansión y el trabajo de Boney Rasmussen, pariente fallecido que estudiaba la obra de Fellowes Kraft; a su vez, el escritor Pierce Moffet se encarga de los papeles del difunto, pues está preparando una obra basada en las investigaciones de Kraft, fundamentalmente en su intuición de que el mundo no ha sido siempre como es ahora, y que junto a la historia conocida, hay una historia secreta. La hija de Rosie, Sam, objeto de disputa entre ésta y su ex marido Mike; un pastor amigo de Rosie; la amante de Pierce, llamada confusamente Rose; diversos excéntricos itinerantes y una amenazadora secta cristiana completan el reparto de esta línea narrativa, que gira sobre las relaciones entre ellos en medio de una vaga sensación de amenaza.

El otro momento temporal es el siglo XVI; en él seguimos las andanzas de John Dee, alquimista histórico, por las cortes de la Europa renacentista, especialmente en la Praga del emperador Rodolfo. Visitado junto a su colega Edward Kelley por unas presencias que parecen misteriosamente relacionadas con una bola de cristal que acaba en manos de Sam (la hija de Rosie cuatro siglos posterior), Dee se debate buscando el conocimiento en un momento en el que, como para confirmar la teoría de Kraft (y, se entiende, el hilo conductor de la serie de Crowley), el mundo efectivamente estaba gobernado por leyes distintas, pero se encontraba en pleno cambio. La relación entre las dos líneas, pues, es más temática que narrativa, a pesar del lazo de la bola de cristal, de la reaparición de la familia del muchacho bohemio enfermo de “melancolía” que Dee debe curar, o de ciertas coincidencias entre las aventuras de Dee, realmente pintorescas, y los acontecimientos más sórdidos de la línea contemporánea.

La impresión que queda tras la lectura de la extensa Daemonomania es agridulce. Crowley sabe retratar personajes torturados, por un lado, y por otro ha hecho sus deberes para narrar la parte histórica: el resultado de esta combinación es una especie de Péndulo de Foucault desordenado (y más aún: hay fragmentos, como el que explica el surgimiento de los rosacruces, que parecen sacados del libro de Umberto Eco). Pero el sentido final de la narración es oscuro: después de seiscientas cincuenta páginas, se ha sugerido mucho más que contado, y la sensación final es de indefinición, de indeterminación. Crowley conoce admirablemente cómo llenar páginas de forma agradable y el relato mantiene la tensión, pero en última instancia da una imagen de cajón de sastre donde ha acumulado materiales muy diferentes que le interesaba asociar por motivos que se me escapan.

No es que Daemonomania parezca literalmente estirada, pero produce un poco de pena constatar que algunos fragmentos, y en ocasiones capítulos enteros, se sostendrían por sí solos como relatos mucho más contundentes que la novela en la que están insertos. Así las cosas, este libro dejará difícilmente satisfechos a todos los lectores, aunque probablemente cualquiera encontrará puntos de interés a poco que le gusten las historias bien escritas y ambiciosas. Por haber, hay hasta un personaje que se llama igual que otro de Criptonomicón de Neal Stephenson, e incluso una nota a pie de página de la traductora (que ha realizado un buen trabajo, aunque con algún sonoro desliz) perfectamente pedante y perfectamente equivocada (pues “hílico” no hace referencia al hijo de Hércules, sino al término griego para materia).

Luis G. Prado

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