Cada vez con mayor frecuencia, la lista de escritores de todo tipo que deciden acercarse a la ciencia-ficción va sumando asientos. A ella se adscriben autores de formación dispar, como por ejemplo Michel Faber, Jonathan Lethem, José Carlos Somoza..., o como Margaret Atwood, vieja conocida del género y finalista este año del prestigioso premio Booker con Oryx and Crake, una novela, precisamente, de ciencia-ficción. Todos ellos aportan una visión externa y nuevas maneras de afrontar las ideas provenientes del género. Walter Mosley podría incluirse entre ellos, aunque su forma de inmersión en este tipo de literatura le coloca en un punto sorprendentemente cercano a la ortodoxia. Alcanzó la popularidad y el reconocimiento de la crítica con sus novelas detectivescas, principalmente con la serie dedicada al detective negro Easy Rawlins, hasta llegar a ser considerado uno de los puntales de la novela negra americana en los 90. Fue toda una sorpresa que en la cresta de la ola cambiara de registro bruscamente con Blue Light, una novela enmarcada en el género de ciencia-ficción, y también que la presentara como prólogo de una futura trilogía. La prueba definitiva de que la cf había ganado para sí a un nuevo escritor llegó tres años después, con la publicación de Futureland, Nine Stories of an Inminent World, una obra que sorprende por su clasicismo tanto en construcción como en contenido.
Mosley estructura su novela a modo de fix-up, formato que sumara, a mitad del siglo pasado, obras inolvidables al acervo de la ciencia-ficción. De ese modo, Futureland está constituida por nueve cuentos repletos de referencias cruzadas, pinceladas que van configurando la imagen global de un near future lindante con la distopía. A este escenario futurista, el autor le añade tratamientos clásicos del cine y la novela negra de los años 50, e incorpora con maestría temas añejos como la discriminación racial, la lucha por la supervivencia de las clases bajas, el boxeo o el drama carcelario, revistiéndolos a la vez de un aspecto ciberpunk y distópico. La novela presenta en formato de ficción algunas de las inquietudes con las que el escritor suele alimentar sus ensayos, tales como Workin' on the Chain Gang o el reciente What Next, y se constituye en crítica social de nuestros días, intención que la emparenta con obras de máximo porte como 1984, Un mundo feliz y, especialmente, Todos sobre Zanzíbar. Por otra parte, Mosley, escritor de raza negra y confeso admirador de autores como Delany y Butler, nunca ha ocultado su interés por la problemática racial. En Futureland esta preocupación se evidencia notablemente, de tal forma que las disquisiciones especulativas que dan vida a la historia derivan en numerosas ocasiones -y especialmente en su conclusión- hacia los problemas discriminatorios relacionados con el grado de oscuridad en la piel.
Sorprende también la estética de la novela, un ciberpunk soft, casi elegante, en el que el pesimismo y los clichés del subgénero están presentes, aunque sin la oscuridad escénica y el misticismo high tech tan abundantes en la obra de Gibson y continuadores. Incluye parafernalia ciberpunk, pero carece del elemento llamativo y barroco. Hay drogas de diseño, como el Pulso; fisonomías urbanas sofocantes, cuyo máximo representate es un Nueva York dividido en tres niveles económicos excluyentes; implantes cibernéticos, como el ojo artificial del detective Folio Johnson; corporaciones gigantescas gobernadas por el megalómano de turno, el todopoderoso doctor Kesmet; marginalidad urbana y redes informáticas presididas por extrañas inteligencias. Todo ello al servicio de un argumento de alto nivel especulativo, que presenta un mundo en el que la problemática social es determinante, en el que estar parado significa tener que pagar un impuesto para poder vivir en la superficie, y en el que ser reo revierte en la pérdida automática de los derechos constitucionales.
La prosa de Mosley goza de su habitual limpieza, carente de descripciones baldías. Va al grano, caracteriza a sus personajes por medio de lo que dicen, de cómo se comunican entre ellos; su narrativa está dominada por los diálogos, de los que se basta para describir acción y escenarios de forma veloz y suave. Al igual que en su serie de Easy Rawlins, la lectura de este libro exige disponer de una buena capacidad de retentiva, pues la batería de personajes y referencias es notable.
Pero no sólo el conjunto es importante, ya que los cuentos tienen, además, una interesantísima lectura individual. Entre los excelentes cabe destacar El detective eléctrico, relato detectivesco en el que Mosley se mueve como pez en el agua; En masa, estudio del hombre como anónimo número englobado en el sistema, que guarda semejanzas con la película Brazil, de Terry Gilliam (o incluso con El apartamento, de Billy Wilder); y Voces, seguramente el mejor cuento de todos por sus implicaciones terroríficas, por su fuerte carga especulativa y metafísica. Constituyen sólo tres ejemplos individuales de lo que es Futureland, una obra global que en mi opinión forma ya parte de la lista de libros importantes, facilmente exportables fuera del género. Una obra sensacional que, extrañamente, ha visto su primera publicación en nuestro país en edición de bolsillo.
Santiago L. Moreno
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