¿Qué es el horror? En principio, el terror está ligado a la supervivencia: es una reacción de huida ante la posibilidad de la propia extinción, o al menos ante la certeza de la amenaza del dolor físico. Son las historias que apelan a este tipo de sensaciones las que generalmente caen en el género de terror.
Sin embargo, con los años, me siento atraido como lector cada vez más por historias de un terror sustentado en elementos distintos. El terror a la soledad. El terror a desperdiciar la propia vida, o el descubrimiento de que se ha desperdiciado.
Personalmente, quizá mi mayor fobia sea ésa: la certeza retrospectiva de la banalidad de mi existencia, la constancia de haber habitado una mentira. Lo peor es que, como todos los terrores que apresan de forma precisa a un individuo, soy consciente de que en algún momento deberé enfrentarme a él, deberé reconocer ante esa realidad mi propia trayectoria. Porque la gran losa de la vida está en saber que lo malo, lo que tememos y buscamos evitar a cada paso -la muerte de nuestros seres queridos, la pérdida de las ilusiones, la decadencia física, la banalidad de un devenir en el que no nos entregamos a los valores que en teoría defendemos-, acaecerá inevitablemente, terminará por atraparnos salvo que escapemos antes a través de la muerte.
Este terror al destino no se encuentra con frecuencia en la literatura, que cuando se ocupa de cuestiones así deriva un tanto ramplonamente hacia una angustia vacua, o lo convierte en las preocupaciones superficiales de una cuarentona a la que se le pasan todos los males cuando redescubre el sexo en manos de un vigoroso maromo étnico. Recuerdo haberlo sentido con especial intensidad al leer obras magistrales como El adversario de Emmanuel Carrère, en El extranjero de Camus o en El año del diluvio de Mendoza. Y ahora, en La herencia de Eszter, de Sándor Márai.
Espero que este pequeño libro no pase inadvertido para los lectores de género. La novela que redescubrió a Márai al público español, El último encuentro, resultaba interesante: dos ancianos se reencuentran tras décadas de odio separado. Sin embargo, La herencia de Eszter se me antoja una obra de naturaleza superior, pese a dar comienzo con un punto de partida similar: Eszter, una mujer cercana a los cincuenta años, recibe la noticia de que será visitada por Lajos, el único hombre del que ha estado enamorada y al que no ve desde hace más de quince años.
Reconozco que estas historias de monomaníacos, de gente absorbida por pasiones más grandes que la vida que les condenan a llevar existencia anodinas, mirando siempre hacia atrás o hacia un difuso punto en el futuro, me cautivan debido a mi propia inconstancia. Pero en pocas ocasiones como en este libro se plasma tan precisamente la tristeza de haber perdido, de saber que cuanto queda por vivir ya no es sino una sombra de la dicha conocida en el pasado. Eszter, acomodada en una vida de digna pobreza junto a la anciana Nunu, lleva décadas esperando la muerte a la vez que sueña con el retorno del amor imposible. Es consciente de los defectos de Lajos, pero asume su sometimiento a la voluntad de éste. Que aparece al fin, en lo que es el otro aspecto potente de la novela.
Se trata del problema del carisma. La existencia de personas -no siempre especialmente hermosas o inteligentes- a las que se les tolera todo en virtud de un encanto difícil de clasificar. Lajos es una suerte de fuerza de la naturaleza, un ente dañino al que su egoísmo hace más peligroso que cualquier zombi o vampiro, vestido con trajes anticuados que pretenden disfrazar su decadencia pero le añaden un toque de indefensión, y encantando como a serpientes a todo el entorno de Eszter.
Pronto comprenderemos que, como cualquier monstruo memorable de una historia de terror, el hechizo de Lajos es incomprensible, y su fuerza irresistible. Lajos destruirá lo que aún quedaba de Eszter, condenada a culminar su destino. Y ella aceptará todo, porque el momento importante de su vida ya pasó, porque lo ocurrido desde entonces es en realidad una mentira.
Son sólo 160 páginas. Pero, como toda la buena literatura, son 160 páginas más grandes que la vida. Todo un prodigio.
Julián Díez
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