En 1996, Daniel Jonah Goldhagen demolió todos los presupuestos sobre la actitud de los alemanes de a pie en el Holocausto con su primer libro Los verdugos voluntarios de Hitler (Taurus, 1997) que venía a acabar con la idea de que la mayoría de los alemanes estaban en realidad en contra del dictador y habían perpetrado la matanza de judíos obligados por el partido nazi. Goldhagen desmontó paso a paso esa teoría, que era la predominante, desempolvando pruebas y casos concretos que demostraban el alto grado de antisemitismo que existía ya desde hacía siglos en buena parte de la población europea. Con su nueva obra, el autor aborda otro tema espinoso que ha sido casi pasado por alto durante más de cincuenta años: el origen de ese antisemitismo de la sociedad europea, que no es otro, según él, que las enseñanzas de la Iglesia Católica y las demás iglesias cristianas.
Goldhagen nos presenta una obra perfectamente estructurada. Como en su primer libro, que no en vano era su tesis doctoral, plantea con claridad los problemas a tratar e incluso la terminología que utilizará. El libro se divide en tres partes: en la primera trata de explicar la conducta de la Iglesia Católica durante la Soah, en la segunda intenta emitir un juicio sobre esa conducta, y en la tercera intenta ver de qué modo podría llegar la Iglesia a restituir el daño cometido.
Así, el autor aborda sin tapujos la responsabilidad de la Iglesia Católica en el Holocausto, empezando por las enseñanzas antisemitas que aun hoy perduran en la Biblia y el Catecismo, continuando por la presunta ayuda del papa Pío XII a los judíos, que no resiste un análisis profundo, y se torna en realidad en total abandono cuando no algo peor (me vienen a la mente las imágenes de Amén de Costa Gavras sobre el mensaje difundido por el papa en la Navidad de 1942, y que tanto decepcionó a los que esperaban una condena del Holocausto) y finaliza con los miembros de la Iglesia Católica que fueron partes de la misma maquinaria asesina nazi, como los gobiernos colaboracionistas de Eslovaquia y Croacia, formados por eclesiásticos, y las iglesias católicas de la Francia de Vichy y Alemania, que en todo momento apoyaron a Hitler llegando incluso a dar auxilio moral a los mismos asesinos sobre el terreno, en contraposición con las de Dinamarca y Noruega que se distinguieron por su papel humanitario. Todo esto va a ir cambiando poco a poco según el signo de la guerra se hace adverso para el Eje, y se buscará más tarde resaltar a los católicos que sí hicieron algo para justificar a la Iglesia en su totalidad, de la misma manera que el régimen de Franco se colgó después de la contienda las medallas de salvador de judíos que pertenecían a los esfuerzos particulares de gente como el diplomático Sainz Briz. Pero la Iglesia, además, llegará a inventarse sus propios mártires como Maximilian Kolbe o Edith Stein que en teoría dieron su vida por los judíos (pero en realidad murieron el primero, fanático antisemita, por salvar de la muerte a un no judío y la segunda por ser de raza judía aunque conversa) y a proclamar que la Iglesia en realidad fue una víctima más del Holocausto.
En la parte que trata de juzgar los hechos, vemos que la Iglesia actúa casi siempre como una institución política y no moral, por lo que le da igual quebrantar sus mismos mandamientos. Es una pena que el autor peque demasiado a menudo de candidez, quizás producida por su nacionalidad (es americano) y su no pertenencia a la Santa Madre Iglesia. Así, todo esto que a Goldhagen le parece tan obvio, que la Iglesia no actúa según lo que predica, es una perogrullada para cualquier católico español, igual que cuando se asombra de que al grupo de estudiosos a los que la Iglesia encargó poner en claro la conducta de Pío XII durante la guerra (tres católicos y tres judíos) no se les permitiese tener acceso a la mayoría de los documentos comprometedores, o cuando exige que la Iglesia actúe en relación a su actuación en el Holocausto y en la protección de criminales nazis después de la guerra de manera tan "cristalina" como lo han hecho últimamente instituciones como los bancos suizos o naciones como la misma Alemania.
Evidentemente, Golhagen no dice tonterías, y aborda el problema como debería de llevarse de no tratarse con una institución como la Iglesia que, aun así, describe muy bien en sus diversas formas de actuar, algunas de las cuales no serían extrañas a cualquier mafia criminal. Su fallo, insisto, es la candidez de pensar que esta institución sea capaz de ir mucho más allá de una pequeña restitución económica y política de cara a la galería. Él mismo reconoce que pese a los avances habidos desde el Concilio Vaticano II respecto a la relación con los judíos, las enseñanzas antisemitas siguen ahí, y el papa actual tan pronto reconoce en parte errores pasados como se hace la foto al lado del dictador de Siria mientras éste despotrica contra los judíos. Por ello llega a decir lo que probablemente a otro escritor de otra procedencia ni se le habría ocurrido, que el origen del antisemitismo está en la Biblia misma, y que no se conseguirá nada mientras no se elimine éste de las sagradas escrituras o, en su defecto, se enseñe que esas partes de la Biblia no son sino el producto de una época en la que los primeros cristianos trataban de sobrevivir y triunfar como religión diferenciada del judaísmo. Y llega a ser relativamente optimista respecto a que haya alguien en el seno de la Iglesia que llegue a darse cuenta de esto y trate luego de ponerlo en práctica.
José Antonio del Valle
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