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Azogue I
Azogue I
Neal Stephenson
Título original: Quicksilver
Trad. Pedro Jorge Romero
Col. Nova nº 164
Ediciones B, 2004

Cuando la ciencia era ciencia-ficción

Azogue aparece como la consecuencia del éxito de Criptonomicón, siendo no obstante, argumentalmente anterior en el tiempo a ésta. Sin embargo no podemos hablar con exactitud de una precuela. Azogue -al menos lo aparecido hasta el momento- es una obra independiente, merecedora de una atención especial se haya leído o no su predecesora. Ante todo, hay que explicar que este primer volumen no contiene una obra completa. Ya se avisa en la presentación de que, debido al considerable número de páginas, se ha optado por publicarla en tres volúmenes. Por tanto, puede terminarse la lectura del texto con la sensación de no haber leído una "novela" sino una especie de enorme presentación de personajes y ambientes. Por supuesto que esto no es así de una manera estricta: existen verdaderas tramas cerradas con personajes cuya historia queda presentada, desarrollada y concluida sin problemas. Sin embargo, falta ese plan global de la obra que ya se conoce cuando uno lleva la mitad del libro. Existen muchas tramas apenas esbozadas y atmósferas aún sin desarrollar, por lo que el análisis aún no puede resultar definitivo.

¿Debe esta cuestión impedirnos la lectura o hacernos esperar a que salgan los siguientes? En absoluto. Una vez advertidos podemos disfrutar de un tipo de obra diferente cuya trama importa menos que nuestros descubrimientos acerca de una época diferente, de un pensamiento a caballo entre dos paradigmas culturales. Al fin y al cabo, se nos relata el mundo de los primeros investigadores que podrían recibir con justicia el nombre de científicos. De ellos trata la obra, sin un argumento definido y con más interés por los personajes que por las metas argumentales. Sí existe una trama política en cuanto a ciertos grupos de la Inglaterra de aquel tiempo, pero aparece más como conexión entre atmósfera e historia que de hilo conductor. Veremos en las siguientes entregas si esta tendencia continúa manteniéndose.

La obra se centra en Daniel Waterhouse, antepasado del personaje de Criptonomicón, y en su ficticia amistad con los miembros de la legendaria Royal Society en sus inicios. Se nos presenta de este manera el mundo de la ciencia de un modo muy diferente al que conocemos hoy. Por lo pronto los experimentos tienen mucho de fortuito, de improvisación. Se trata de una ciencia preocupada por el descubrimiento del mundo más que por el desarrollo de proyectos o de teorías. Se nos presenta la máxima cumbre del método empírico-deductivo llevándonos ante la aparición de la nueva ciencia, los nuevos principios, los nuevos conocimientos... Tan pronto puede analizarse la textura de una roca, como el funcionamiento del aparato respiratorio de un perro, como la configuración de un ojo humano. Todo tiene mucho de tentativa, de prueba en el vacío... Y se intenta en todo momento descubrir el principio rector de las cosas. De todas las cosas, pues no se concibe que cada realidad del mundo pueda mantener principios diferentes.

Resultaría muy interesante comparar textos sobre el mundo científico como Cronopaisaje o Los propios dioses con este Azogue. En aquéllos el científico es un individuo más o menos rechazado por la sociedad. Aquí no hay rechazo, sencillamente no tiene nada que ver con ella; vive apartado en un mundo propio. Pero ante todo aquí Stephenson insiste una y otra vez en la inexistencia del científico especializado. Un científico es en la Royal Society un investigador de la realidad, no de un campo de ella. Por otro lado, su vida no depende sólo de teorizar u observar; también se basa en hallar los medios para hacerlo, por rudimentarios que sean. El científico es aquí un jugador que apuesta por una línea, por una anécdota, por una intuición y continúa con ella según la naturaleza reaccione ante dicha apuesta o hasta que se aburre u otra anécdota le llama la atención.

El mérito de Stephenson consiste en haber dotado a esta ceremonia de un tono poético singular, pero sin perder la perspectiva. Así, dos constantes avivan la lectura: esta maravilla poética -incluso lírica- con la cual pueden ser observados estos primeros intentos y ese sentido del humor tan desquiciado, tan enloquecido que ya demostró en la gamberrada de Snowcrash.

Respecto al humor, se trata de uno de sus mejores aciertos: desde la presentación taxonómica de métodos de ejecución de una pena de muerte hasta el cálculo del grosor de la pólvora que debe introducirse en un cañón para que no explote y, al tiempo, curar a un sordo a base de cañonazos. Me permitiré citar un pequeño ejemplo:

"Después de varios minutos de confusión, vergüenza e improvisados intentos de protocolo, Wilkins y Comnstock acabaron sentados cada uno a un lado de la mesa con vasos de clarete mientras Hooke, Waterhouse y el sirviente sordo sostenían con los culos una pared cercana" (p. 161)

tras haber volado medio salón.

O incluso con pequeñas ráfagas humorísticas:

"Porque algunas de las cosas con las que trabajaba Isaac tenían una marcada tendencia a arder" (p. 302)

en la línea -más suave, por supuesto- de un Pratchett.

En cuanto a lo poético, se trata de breves ráfagas, pequeños momentos de reflexión ante esos hombres juguetones como niños traviesos y, en ocasiones, incluso crueles. Puede conseguirlo con expresiones del propio narrador como "en cinco latidos de corazón" o incluso con enteras y macabras escenas como ésa en la que hacen que una cabeza separada de su cuerpo consiga hablar:

"Daniel le indicó que cortase la parte superior del cráneo y que retirase el cerebro de forma que pudiese meter la mano por detrás y sostener el paladar, la lengua y otros fragmentos carnosos responsables de la producción de sonidos. Con Daniel actuando de esta forma como una especie de titiritero de la carne, Hooke manipulando los labios y los agujeros de la nariz, y Wilkins presionando los fuelles, consiguieron que la cabeza hablase" (p. 171)

Pero sus momentos más emocionantes se encuentran en el conflicto interior de muchos de estos "aventureros" al verse forzados a plantearse el cambio de paradigma: de una cultura profundamente religiosa a una lógica. Escuchemos a Leibniz y de su manera de entender la necesidad de observar la realidad desde todos los puntos de vista:

"Cuando observamos esa tela, entrevemos de forma minúscula cómo entiende Dios el universo: porque él lo ve desde diferentes puntos de vista simultáneamente. Poblando el mundo con tantas mentes diferentes, cada una con su propio punto de vista, Dios nos ofrece una insinuación de lo que significa ser omnisciente" (p. 311)

A Newton investigando el ojo:

"Como si el Creador hubiese concebido esos globos a la misma imagen de las esferas celestes, significando que unas deberían recibir luz de las otras" (p. 95)

A Hooke:

"La verdadera belleza se encuentra en las formas naturales. Cuando más las ampliamos, y las examinamos más de cerca, las obras de artificio, parecen más burdas y estúpidas. Pero si ampliamos el mundo natural se vuelve más complejo y excelente" (p. 353)

Y todo ello se resume perfectamente en las actas de reunión de la Royal Society presentadas por Stephenson: una combinación de humor, crueldad, ciencia, nostalgia y ternura.

"El doctor CLARKE propuso que se solicitase un ahorcado al rey para intentar revivirlo; y en caso de ser revivido se le podría perdonar la vida" (p. 222).

Por consiguiente, nos encontramos con la desmitificación de célebres y fundamentales científicos como Newton, Hooke, Leibniz o Wilkins y, al tiempo, cierto cariño hacia ellos. Stephenson les redondea, les otorga una personalidad. Si es realista o no, carezco de conocimientos para juzgarlo, aunque desde luego resulta convincente. Magníficos diálogos y las pinceladas de sentimientos y personalidad de cada uno de ellos terminan por introducirnos en su mundo como si formásemos parte de él. Para todo ello supone una ayuda adicional la inclusión de citas de la época, muy interesantes desde las ideas y verosimilitud que despiertan. Sólo conservar algunas de ellas ya justifica acercarse a estas páginas.

Pese a que reconozco no ser el mayor admirador de Snowcrash -sino todo lo contrario-, debo alabar la versatilidad de la escritura de su autor dándole a cada texto un estilo y tono muy diferentes. Stephenson se mueve con una gran habilidad sea el terreno que sea, gracias a su dominio de distintas técnicas narrativas que incluyen tanto las fluidas entradas y salidas de personajes como los saltos temporales muchos años delante y atrás de la trama principal mediante los cuales analizar lo narrado. Y, sin pudor alguno, los combina con momentos meramente visuales e incluso con la presentación de situaciones mediante el lenguaje teatral.

Algunas de las cumbres en este sentido se encuentran en los contrastes temporales, donde sabe contraponer al protagonista joven con el protagonista viejo. El primero lo basa en un estilo mucho más fluido y ligero; el segundo -tanto en trama como en discurso-, en un tempo y una atmósfera -e incluso un argumento- mucho más reposados.

En definitiva, ¿podemos afirmar que nos encontramos ante un gran libro, inmejorable...? No del todo. Quizá sea pronto para decirlo y desde luego la propia elección del enfoque conlleva pequeños bajones de ritmo e incluso de interés. Ninguno de los personajes alcanza un alto nivel literario, ni se puede hablar de la gran complejidad del argumento ni de ninguna de las tramas.

Sin embargo, su lectura no defrauda y cierta ligereza literaria queda compensada por el interés del propio tema.

Fernando Ángel Moreno

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