Arturo Pérez-Reverte despierta en mí sentimientos enfrentados. Por un lado me gustan sus columnas de opinión, y respeto mucho el trabajo que realizó como corresponsal de guerra en el pasado. Pero por otro lado, me cabrea enormemente el aire de "yo he vivido mucho" que adopta, como si él, por haber estado en la guerra, fuese más hombre, y como si no has sido toxicómano, prostituta o enano circense (o todo a la vez) no fueras una persona de verdad.
Además, el único libro que había leído de él era la primera novela de Alatriste, y no me gustó demasiado. Quizás tenía unas expectativas muy altas, no sé, pero no me quedaron más ganas de intentar leer otro libro suyo.
Que haya acabado leyendo Territorio comanche se debe a un grupo de amigos que siempre me daban la tabarra con el tema: "es una novela muy buena", "entenderás por qué Reverte es tan cínico cuando la leas", y cosas por el estilo. Así que cedí, temiéndome lo peor... y menudo gusto me dio el equivocarme.
Lejos de contar la historia de los buenos y bondadosos periodistas que se van a los conflictos con la muy noble misión de registrar la verdad de la guerra, Reverte nos cuenta qué son los corresponsales de guerra: unos mercenarios un poco locos (hay que estarlo para meterte por gusto en una guerra), armados con cámaras en vez de armas, que se juegan el pellejo para que luego nos entretengamos cinco minutos en casa viendo cómo tal o cual ciudad es bombardeada antes de Aquí hay tomate.
La breve historia que se nos cuenta presenta a un cámara y a un cronista en medio de la Yugoslavia de los primeros años 90, dividida por los conflictos raciales y las guerras de exterminio. Corta como es, la novela se centra en una simple anécdota: el cámara quiere grabar la voladura de un puente, y el cronista se teme que los maten en el intento (por eso de que los tanques y los morteros no paran de intercambiarse obuses, y a ésos les da igual que lleves un carné de prensa).
Dentro de este escenario, que daría para poco en manos de otro escritor, Reverte se luce haciéndonos partícipes de los pensamientos de los periodistas y de los recuerdos que van surgiéndoles en medio de los disparos, los suyos propios en el fondo. Así que por medio de digresiones nos vamos enterando de cómo es la vida del periodista de guerra, de cómo son las guerras detrás de las cámaras, y de las historias crueles que se van encontrando.
Es evidente que Reverte conoce perfectamente ese escenario, y se maneja con una habilidad que realmente sorprende. Es crítico en muchos aspectos, pero sincero siempre. Su punto de vista está del lado de los más desgraciados, de los ancianos, de los niños, de los campesinos en los campos de refugiados... y uno no puede evitar sobrecogerse al leer las descripciones de los asilos a medio evacuar en Mostar, del meticuloso trabajo de los francotiradores, o del peligro de las minas antipersona.
La peor parte de la crítica se la llevan los políticos. Describe Reverte a los geopolíticos, los eruditos del tema, y otros tipos de turistas que se cuelan en un país en guerra, se mantienen a ciencuenta kilómetros de los combates, y al volver a la civilización van a conferencias y tertulias a explicar el problema de la guerra, ya que ellos han estado tres días en Yugoslavia, en Irak, o donde sea que toque la guerra.
Desde luego que mi opinión sobre Pérez-Reverte ha cambiado mucho tras leer este libro. Vamos, que me quito el sombrero: pocas veces un librito tan breve ha conseguido hacerme reflexionar sobre tantas cosas.
José Joaquín Rodríguez
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