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La torre de la golondrina
La torre de la golondrina
Andrzej Sapkowski
Título original: Wieza jaskolki
Trad. José María Faraldo
Colección Bibliópolis Fantástica nº 49

Bibliópolis, 2006

 

Empecemos con el tirón de orejas y concluyamos con las loas. La torre de la golondrina no parece una novela más de la saga de Geralt de Rivia, sino más bien el inicio de otra saga colateral, surgida del corpus de aquélla: la de Ciri de Cintra. ¿Es esto un demérito? Sí y no.

Me explico. La estructura de una saga de grandes dimensiones como la que nos ocupa está claramente supeditada a un final que resuelve todas las tramas y que, en palabras de su traductor, constituye por sí solo una de las mejores novelas fantásticas de todos los tiempos. Mientras llega este final, el autor se arriesga a perder la atención y deleitarse en detalles y personajes secundarios que permitan alargar innecesariamente la acción: el roce hace el cariño, y Sapkowski evidencia una y otra vez el enorme aprecio que siente por todos sus personajes, el mimo con que los trata e inviste de voz y atributos propios. Llega un momento en que, al igual que hiciera Tolkien en El Señor de los Anillos, el modelo de la rama de la fantasía en que está inscrita esta saga, la acción principal se escinde en acciones paralelas, que en ocasiones amenazan con hacer más morosa la lectura. El lector toma partido, se desentiende de los personajes que le caen mal y se recrea en aquéllos que le son más afines. La saga, como tal, deviene en varias novelas, dotada cada una de ellas de un registro diferente, hasta que llega el momento final de unificarlas y procurar darles un cierre coherente y redondo.

A tenor de lo leído hasta ahora, Sapkowski está siguiendo este esquema al pie de la letra, pero en La torre de la golondrina le concede un gran peso a la trama protagonizada por Ciri, que conforme avanza la acción de la saga se afianza como su personaje más relevante y su verdadero corazón. Resultaba necesario recrearse en las andanzas de la princesa de Cintra, pero hacerlo ahora, cuando sólo queda una novela para cerrar la serie, parece una temeridad; máxime cuando la trama de Yennefer casi no aporta nada, la de Geralt se manifiesta como excesivamente contemporizadora (que no avanza, vamos), y el personaje de Jaskier gana peso como narrador al mismo tiempo que lo pierde como personaje. La única manera que se me ocurre de romper este desajuste y equilibrar la estructura de La torre de la golondrina hubiera sido centrarla única y exclusivamente en Ciri, eliminando por completo a Geralt y Yennefer. Tal vez así se hubiera podido leer con mayor deleite, y mantendría el nivel de Bautismo de fuego, el quinto libro de la serie, que puso muy elevado el listón de dureza, horror, hastío vital y excelencia literaria de la serie.

Dejando de lado esta digresión, tal vez innecesaria pero conveniente para situar al lector, cabe aclarar que La torre de la golondrina es una muy buena novela que destaca por tres grandes virtudes.

En primer lugar, por la creación del personaje literario y humano de Ciri. Sin ánimo de incurrir en spoilers de órdago, Ciri comienza la novela en una situación muy comprometida. Su encuentro con el ermitaño Vysogota le concede a la novela una estructura muy similar a la de Las Mil y Una Noches (detalle tácitamente formulado por ambos personajes y, por ende, por el propio Sapkowski). Ciri narra sus andanzas, en forma de flashback (el más largo de la serie), de modo que no seamos capaces de despegarnos de su lado. Es uno más de los homenajes literarios, explícitos o no, con que Sapkowski adorna su universo referencial. Ciri está dejando de ser un peón del destino, y pasa a tomar sus propias decisiones y demostrar una fortaleza de carácter que conduce a un cliffhanger simplemente formidable que nos deja con ganas de adentrarnos en la lectura de La dama del lago, la novela con que se cierra el ciclo.

Oscurecidos por el brillo que desprende Ciri están los otros personajes de la novela, relegados a un mero papel secundario; ni siquiera Geralt parece escapar al influjo de aquélla, y trata de no quedar eclipsado por ella a golpe de diálogos tan demoledores como el que mantiene con Fulko en el capítulo quinto. No menos demoledor parece su diálogo con Avallac’h (capítulo séptimo), en el que se explica el ocaso de la raza élfica en un mundo de hombres de una manera tan asquerosamente prosaica y verosímil que uno tiene la sensación de que nunca volverá a ver o leer con los mismos ojos la partida de los elfos hacia los Puertos Grises.

La segunda gran virtud deriva directamente de lo recién expuesto. Los reseñadores y críticos que hemos escrito acerca de la saga de Geralt de Rivia hemos terminado por quemar un término que tarde o temprano sale a colación, y que en ocasiones parece el segundo apellido de Sapkowski: posmodernidad. El polaco subvierte todas las reglas conocidas del género fantástico, y lo adapta a un mundo en proceso de cambio permanente, un mundo que está convirtiéndose en algo radicalmente opuesto a aquello que era. El universo referencial de la serie es de aspecto medievalizante, como corresponde a una serie de fantasía épica, pero está plagado de gnomos banqueros, espías al servicio de Su Majestad y demás elementos que nos dejan bien a las claras que no es un mundo pseudomedieval al uso. La industrialización acecha, el capital avanza impasible, la ecología resulta fundamental para entender la profesión de brujo y las guerras entre imperios no pueden entenderse si no es en función de las relaciones internacionales y la lucha por los recursos escasos; de ahí el éxito de la serie: Sapkowski nos habla de un mundo realista y coherente. Al mismo tiempo, resulta imposible no ver en este mundo un trasunto de la Europa del Este de finales de los años noventa, recién salida de un cuento de hadas (o de una pesadilla, dependiendo de quién la juzgue) e inmersa en otro cuento de hadas (o pesadilla, según el color del cristal con que se evalúe). Un mundo cambiante, hosco, revuelto, de nuevos ricos y rencillas a flor de piel, en el que los enanos que trabajan en la mina muy bien pudieran estar afiliados a Solidaridad, en el que los libros piadosos de cabecera de una reina parecen más un remedo de secta religiosa nihilista que un Lebioda, o en el que los ladrones son invulnerables desde que utilizan armas de defensa personal anunciadas a bombo y platillo. El salvaje Oeste, el salvaje Este.

Entender este maremágnum, lleno de referencias a obras literarias, sucesos recientes de la historia polaca, mucha jerga técnica y muchas más expresiones coloquiales del sur rural de Polonia resultaría imposible sin el tercer elemento que hace de La torre de la golondrina una novela destacable: una buena traducción, y la de José María Faraldo lo es. De nuevo se nos revela como una pieza imprescindible para la mejor comprensión de la serie, un artista capaz de convertir el habla popular polaca en un trasunto del castellano profundo de Talavera de la Reina, sin que rechine en absoluto e incluso parezca una elección lógica. 

En resumen, nos hallamos ante una novela que queda algo coja, debido al desajuste entre la trama protagonizada por Ciri, claramente superior en número de páginas e interés, y las secundarias, pero que nos prepara de manera inmejorable para disfrutar del final de la serie, merced a un final apoteósico, que se cuenta entre los momentos más brillantes de la fantasía reciente.

Juanma Santiago

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