La
tecnología informática ha puesto de moda, entre otras muchas cosas, el
denominado mosaico fotográfico. Se trata de una imagen formada por la suma de
otras más pequeñas. No se me ocurre un ejemplo más apropiado para explicar qué
impresión dejan los libros de David Mitchell, o al menos los dos que ha
publicado la editorial Tropismos en España. Poseedor de un gran talento
literario, Mitchell ha sido finalista en dos ocasiones del prestigioso Man
Booker Prize (con number9dream en 2001
y gracias a este El atlas de las nubes
en 2004) y es considerado uno de los mejores escritores británicos de la
actualidad. Su sello de identidad es el riesgo, la elusión del aburrimiento por
medio de la búsqueda de nuevas estructuras novelísticas. Y digo bien, novelísticas,
porque sus libros, a pesar de estar compuestos por una colección de relatos
presuntamente independientes, son en realidad novelas construidas desde una
coralidad aglutinante.
En
Escritos fantasma, su primera novela,
nueve pequeñas historias componen un collage
actual de nuestro mundo globalizado. Tras su lectura se puede concluir que si
bien la globalización ha intentado encauzar la diversidad hacia un sendero
monocromo, no ha logrado sin embargo anularla. Las diferentes vivencias de los
personajes, en itinerante recorrido desde Japón hasta EE.UU., ofrecen una visión
del planeta Tierra vívida y actual. Los relatos, escritos en primera persona y
bajo registros diferentes, se enlazan de forma sutil por medio de detalles
sueltos, puntos de encuentro semánticos, palabras repetidas y personajes
tangenciales que se van pasando el testigo de relato en relato. El resultado
final es muy parecido al fotomosaico que mencionaba al principio.
El
enlace que une las historias de El atlas
de las nubes es, sin embargo, más directo. En el fondo, su función es la
misma (formar una imagen general del ser humano mediante imágenes
particulares), pero la mecánica articuladora no es lineal, sino que sigue una
estructura correlativa de mise en abyme.
Debido a ello, el proceso de lectura se convierte en una actividad semejante a
la apertura de cajas chinas, pero con una vuelta de tuerca añadida. Mitchell
abre cada relato tras abandonar en el nudo el que lo precede, dejando para más
adelante la exposición de todos los desenlaces. Tal como si se abriera cada una
de las cajas para, habiendo llegado a la última, recorrer el camino inverso y
volver a cerrarlas.
La
narración se inicia en las islas Chatham, en 1850, y hace un recorrido geográfico
y temporal, cuento a cuento, por la Bélgica de 1931, la Costa Oeste
norteamericana en la década de los setenta, la Inglaterra actual, un
superestado coreano del futuro próximo y, finalmente, una Hawai situada al
final de los tiempos. Este sexto cuento de tintes post-apocalípticos, titulado
"El paso de Sloosha y toda la vaina", marca tanto el fin de la
progresión como el punto de retorno. En él, Mitchell utiliza una particular
voz narrativa que exige mucho al lector, sabedor de que a esas alturas se
encuentra atrapado en espera de los cinco desenlaces anteriores. La segunda
mitad del libro es similar a un descenso acelerado que debiera sumar impulso en
cinco escalas obligadas, o sea, en cada una de las conclusiones restantes. Sin
embargo, decepciona en parte.
Por
un lado, el propio Mitchell adelanta antes de tiempo, por boca del protagonista
de uno de los cuentos, el final de la historia que posteriormente cerrará el
libro, con lo que resta fuerza al conjunto; por otro, la calidad de las
distintas tramas no es equilibrada. Le falta la regularidad con la que sí
contaba, por ejemplo, el conjunto de relatos que componían Escritos fantasma, así como la forma en que el último acto del
libro lograba conciliar todos los componentes. Aún así, la variedad de estilos
(pasando por la epístola, el diario personal y otros registros narrativos) y el
relevo de géneros literarios siguen siendo, junto al juego estructural,
excepcionales. La aventura marítima, el humor satírico, el thriller empresarial y la ciencia ficción, entre otros, son
manejados con notable dominio por el escritor británico. Una lástima que junto
a maravillas como "El tremendo calvario de Timothy Cavendish", que
reproduce maravillosamente el ácido humor británico (más a la irreverente
manera de Sharpe que a la educada de Wodehouse), o la sobrecogedora distopía
titulada "La antífona de Sonmi-451", se encuentren ejemplos peor
acabados como "El diario del Pacífico de Adam Ewing "o "Cartas
desde Zedelghem", que presentan más puntos de interés en su comienzo que
en la finalización.
Además
del mecanismo estructural, existe en el argumento un artificio que une los
relatos, y aún va más allá. Los protagonistas de todos ellos tienen en la
piel un antojo en forma de cometa, y fugaces recuerdos de una vida anterior
compartida, lo que preceptúa, más que sugiere, que estamos ante las diferentes
reencarnaciones de una misma persona. Y si tenemos en cuenta que un cometa, en
otra de sus acepciones, afectaba de una manera u otra a todos los cuentos de Escritos
fantasma y especialmente a su desenlace, se evidencia que Mitchell ha
querido unir no sólo sus cuentos, sino también sus libros mediante un guiño
nada discreto. Sin alcanzar la excelencia de su primer libro, la originalidad de
la propuesta y la gran calidad de algunos de los relatos hacen de El
atlas de las nubes un libro absolutamente recomendable.
Santiago L. Moreno
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