John
Connolly es, según la crítica, un escritor de novela negra especialmente
dotado para la elaboración de ambientes exóticos y oscuros. Quien se acerque
por primera vez a este irlandés amante del gótico sureño mediante El
camino blanco corroborará tal hecho, pero puede que también se suma en una
cierta perplejidad. Sin duda, esta novela es la prueba de que no hace falta
dominar todas las técnicas de la escritura novelística para vender una obra
con éxito y buena crítica. Según parece, se puede ser mediocre en varios
aspectos de la creación literaria si se muestra un talento especial en otros.
Puede que la metafórica losa que tanto le cuesta levantar a Connelly provenga
del carácter serial de la novela. Gran parte de sus males tiene origen en el afán
de traerse consigo todo el universo creado en las tres novelas anteriores. El
argumento se alimenta de dos líneas principales, siendo la concerniente a la
venganza del predicador Faulkner (homenaje nada recatado) una continuación
inconsútil de lo acontecido en Perfil
asesino. Aunque el tiempo invertido en puesta al día del lector no es
abusivo, uno no logra quitarse de encima la sensación de que ha llegado tarde a
la fiesta y que no logra aprehender la totalidad del asunto. Además, la
imbricación en la nueva historia produce un efecto de dispersión excesivo.
El
libro comienza alternando tres o cuatro ramas argumentales. El detective Charlie
Parker, personaje central de la serie, no entra de lleno en la principal, el
asunto de un joven negro preso por asesinato, hasta pasado un tercio del libro.
Ni siquiera ejerce el rol protagonista, oculto como aparece tras unas cuantas
subtramas que desenfocan la atención del lector. La variedad de tiempos
verbales utilizada en el titubeante principio hace que la lectura chirríe como
una bisagra mal engrasada. El sentido del ritmo cae presa de tanto vaivén y la
novela no se centra en líneas generales hasta que no lo hace a su vez en el
protagonista, superado el tercio del libro. Para colmo de males, Parker es un
personaje carente de magnetismo. Si el reclamo más poderoso de la novela negra
actual es el carisma de su detective-inspector, llama la atención la pobre
caracterización de Charlie Parker. En una hipotética versión fílmica, el
actor que tuviera que darle cuerpo encontraría verdaderas dificultades para
hallar puntos de anclaje en la personalidad del detective, de quien supe, sólo
pasada la mitad del libro, que a pesar del nombre no era negro. Sólo un detalle
concede un rasgo propio reseñable al personaje, su capacidad para vislumbrar
oscuros seres sobrenaturales habitantes de otra realidad, don que lo sitúa en
la misma liga que a John Constantine, el cínico protagonista del cómic (mutado
en película) Hellblazer.
Para
acabar el rosario, la traducción también se suma al mediocre comienzo.
Descuidos como "jugar a baloncesto" o "Partido Democrático"
no son la norma, pero tampoco la excepción. Muchas son las razones que incitan
al abandono, aunque bien es sabido que los libros suelen recompensar la
perseverancia. En oposición a la estructura caótica y a la falta de dirección
del planteamiento inicial, la escritura de Connelly contrapone una serie de
virtudes. Goza de una extraordinaria capacidad para la creación de imágenes
poderosas, de las que adquieren residencia en la memoria. Truculencia gótica,
atmósferas densas y una oscuridad casi romántica devienen una palpable
presencia del mal. No falta ningún elemento del subgénero sureño:
linchamientos por causas racistas, pasado esclavista, turbias consanguinidades,
persecuciones por tórridos pantanos, familias blancas adineradas y, cómo no,
el consabido predicador. Una vez presentados todos los personajes y las
diferentes tramas, todo avanza con buen ritmo hacia una amalgama ingeniosamente
aleada y correctamente finiquitada, por lo que el resultado final, tras remontar
el vuelo, deja una (falsa) sensación satisfactoria. John Connolly no es
Tennessee Williams, Flannery O'Connor o William Faulkner ni por asomo, aunque
cuenta con un toque personal que incita al perdón.
Santiago L. Moreno
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