Hay
un tipo de libro sobre el que me resulta siempre especialmente complicado
realizar análisis: las obras menores de autores importantes. Hay dos
tentaciones a la vista. La primera, la de encontrar en el texto pistas de la
grandeza de su autor, justificarlo por encima de su propio valor para mantener
en los posibles lectores el interés por su obra. La segunda, la de degradar el
libro obviando sus méritos, comparándolo exclusivamente con los mejores
trabajos del escritor, y olvidando cuán por encima de la media actual se sitúan
sus esfuerzos.
Los dones,
resultará obvio tras esta introducción, es un trabajo menor de Le Guin, aunque
no una obra fallida como lo era, pongamos por caso, El eterno regreso a casa. Es, simplemente, una novelita con menores
aspiraciones en su planteamiento. Aparente inicio de una serie dirigida
primordialmente al público juvenil, dado el final abierto y algunos comentarios
realizados aquí y allá por la autora, resulta muy difícil valorar si esta
serie podría alcanzar el impacto y la calidad literaria de los mejores momentos
de Terramar, el ejemplo con el que obviamente será comparada.
Lo que tenemos, por el momento, es una novela de fluida
lectura, con algunos atisbos de interés y la sensación global de encontrarnos
frente a una labor competente. La historia, de fantasía pura, se desarrolla en
un entorno primitivo-medievaloide fácil de caracterizar, en el que determinadas
personas pertenecientes a una cultura primitiva y guerrera tienen esos "dones"
del título y pueden transmitirlos a los hijos. Hay familias que emplean sus
dones con propósitos nobles, las hay que los utilizan para hacer crecer su
poder. Los dones tienen muy distintos grados de poder, y van desde simples
utilidades de construcción o para convocar la caza, hasta el terrible don del
protagonista: el deshacer, la capacidad de destruir algo con el deseo y la
mirada.
El planteamiento, que parece poco menos que de juego de
rol, por supuesto tiene algo más de vuelo en las manos de Le Guin. Se apuntan
las reflexiones sobre la responsabilidad de quien detenta un gran poder sobre
los demás, algo que en alguien de la ideología de la autora puede adivinarse
como síntoma de una comparación con el gran poder detentado irresponsablemente
por su propio país.
Quizá lo que más me ha atraído de Los dones sea, con todo, la verdad poética contenida en sus páginas.
Le Guin es capaz de insertarnos en un mundo de manera sencilla, de
caracterizarlo con verosimilitud sin la necesidad de apelar a construcciones
barrocas para buscar nuevos efectos. Su verbo directo, traducido sobriamente por
Rafael Marín, tiene sensorialidad, y sus personajes resultan verosímiles, unos
por evitar caer del todo en el tópico de iniciación adolescente, otros por
eludir el comportamiento monolítico de los maestros sabios.
Dicho todo lo cual, uno también tiene la sensación de que este tipo de
faenas de aliño se las hace a estas alturas doña Ursula sin pestañear. Sin
embargo, ¿cuántos podrían decir lo mismo entre los escritores de fantasía más
destacados actualmente? Dejémoslo en que Los
dones es un libro que se puede disfrutar en varios sentidos, y que uno podría
poner en manos de un chaval de catorce años con la convicción de que no se
aburrirá y la seguridad de que extraerá algún material para pensar un
poquillo. Ya es más que suficiente, en realidad.
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