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Julián DíezNovedades atractivas
La selección del mes
Julián Díez


Jonathan Carroll
Los dientes de los ángeles

  
Un grande en tono menor

Los reseñadores de cualquier forma de arte vivimos de hacer creer a nuestros lectores la mentira de que siempre hay un montón que decir sobre la obra a la que dedicamos nuestra atención. Por buena, por mala, por vacía o por repleta de contenidos. Pero no es cierto. La mayor parte de la producción cultural navega por un territorio más anodino. Al fin y al cabo, ¿cuántos libros se publican al año en España? ¿Cientos de miles, un millón? No cabe esperar que ni siquiera la mitad de ellos merezca realmente ser tomado en cuenta. La mayor parte habrán sido publicados porque no están mal. Por llenar un catálogo, porque su temática tiene un grupo de interés que les hace viables comercialmente, por amistad con el editor, por prestigio del autor labrado en otras obras ya publicadas...

Este último caso es el que afecta a Los dientes de los ángeles. ¿Por qué escoger, por mi parte, como selección del mes una novela poco relevante? Efectivamente, porque Jonathan Carroll me interesa, y mucho, tras la lectura de sus obras previamente publicadas en España: El país de las risas, El mar de madera y El museo del perro. Aunque este abril aparecieron varios títulos relevantes, cuya valoración leeré en Bibliópolis: Crítica en la Red por parte de otros compañeros, me incliné por Los dientes de los ángeles, y me equivoqué.

No, no hablamos de una mala novela. Ni siquiera una de las que se leen con dificultades, que resultan antipáticas para el lector. Simplemente, Los dientes de los ángeles no vale mucho. Como en las obras citadas previamente, Carroll apuesta por la atmósfera para crear un ambiente de progresivo extrañamiento -sin llegar a los extremos de El mar de madera- en un entorno contemporáneo. Sin embargo, aquí algo falla. Es posible que el origen del problema esté, precisamente, en que la ambientación de la obra parece tener matices autojustificativos. El autor reside en Viena desde hace años, y es en la capital austríaca donde se desarrolla buena parte de la historia. Pero precisamente la visión de Europa que brinda Carroll, la de estadounidenses rodeados de una cultura más vieja que la propia, parece quedarse continuamente en lo circunstancial, en lo folklórico.

El matiz fantástico del relato es sutil. El artificio es que la muerte se aparece en sueños a determinadas personas antes de su encuentro final. Les permite hacerle preguntas, pero si los humanos no son capaces de entender las respuestas, reciben a cambio castigos en forma de terribles cicatrices. La acción gira en torno a dos personajes que terminarán por coincidir para el cierre del relato. Wyatt, un homosexual enfermo con un cáncer terminal, recibe ese don del hermano de una amiga, que le obliga a viajar a Viena. Arlen, por su parte, es una ex estrella de Hollywood que, ahíta de la vida vacía del mundillo del cine, opta por un retiro alpino y termina por enamorarse de un fotógrafo que la rehuye.

Carroll emplea toda una batería de recursos para darnos cuenta del avance de la historia: hay narración en primera persona, hay cartas, reproducción de cintas grabadas... Lejos de dificultar la lectura, emplea de forma solvente las distintas opciones. Es capaz de mantener las diferentes voces de manera creíble. Pero... ay, simplemente, lo que cuenta no tiene chicha. La muerte se aparece de manera caprichosa encarnándose en distintos personajes, y habla de forma fatua. Los personajes, lastrados por una humanidad un tanto meliflua -o, por decirlo de otra manera, bastante estadounidense acomodada-, no terminan de caerme bien, y me termina por resultar indiferente la forma en que afrontan el reto final.

La inclusión de elementos contemporáneos -como la guerra en los Balcanes- añade algo de atracción a la historia, pero a medida que me adentraba en ella, me pesaba la convicción de estar enfrentándome al equivalente en la obra de Carroll al Leviatán en la de Paul Auster: un trabajo especialmente valorado por el autor, con buena recepción en la crítica estadounidense por determinada empatía con la visión de las cosas local, pero falto de auténtico empuje. Una novela olvidable de un autor de calidad que, como corresponde a su talla, no resulta un desastre, pero no va a ningún sitio. (Aunque los grandes, en rigor, sí pueden tener meteduras de pata mayúsculas. Ya que estamos con Auster, véase la descacharrante Viajes por el Scriptorium, que también podría titularse Cómo el exceso de elogios me hizo perder la cabeza y dar a publicar impudicias y chorradas).

Sería injusto cerrar esta reseña sin, para variar, comentar favorablemente el trabajo de traducción de esta ocasión. A diferencia de tantos otros títulos de La Factoría, no hubo nada en este libro que me rechinara y distrajera de la lectura. La posibilidad de que el libro haya quedado aplanado por la traducción me parece mínima. Simplemente, me temo, estos dientes no estaban afilados, y si otras novelas posteriores de Carroll fueron publicadas antes que ésta fue por buenas razones.

 

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