"Las secuelas son
películas de putas", decía William Goldman y, por más que él aplicara
tal frase al mundo del cine, podríamos decir otro tanto de la literatura.
A veces resulta difícil
distinguir cuándo un autor vuelve a su universo porque siente que aún le
quedan cosas por contar sobre él o cuándo lo hace movido por puro interés
crematístico... En ocasiones, de hecho, es posible que ambos factores
confluyan. Y, ciertamente, cuando un autor franquicia su propia creación y se
limita a cobrar royalties a medida que otros escriben novelas ambientadas en su
escenario, es fácil suponer que se embarca en la frase de Goldman.
¿Qué ocurre cuando son
otros los que lo hacen? ¿Cuando los herederos, ya sean intelectuales o biológicos
del autor son los que ponen manos a la obra y encargan, o directamente escriben,
nuevas historias en el universo que le dio fama? ¿Los mueve el deseo de dar su
propia visión de un escenario que aman o simplemente se limitan a explotar un
filón?
En el caso de Brian
Herbert, supongo que hay un poco de todo. Espera ganar (y seguro que lo hace)
sus buenos dinerillos con lo que escribe, pero estoy seguro de que también lo
mueve la admiración por la obra de su padre. Ignoro lo que impulsa a su
colaborador, Kevin J. Anderson, pero seguro que también es una combinación de
ambas cosas: sin duda en parte es un fan convirtiendo su sueño en realidad
(jugar con uno de sus universos favoritos) y en parte es un profesional de las
letras que aspira a sacarse un buen beneficio.
Claro que en realidad,
la cuestión no sería tanto cuál es la motivación que hay tras el asunto sino
cuáles son los resultados. Al fin y al cabo, como lector poco me importa que
sean el interés crematístico, el amor o la admiración los que impulsen el
proceso creador, sino la obra acabada y lo satisfactoria que me resulte estéticamente.
Se podría discutir lo lícito
o ilícito de continuar la obra de un autor fallecido. Siempre he pensado, eso
es cierto, que no es moralmente correcto publicar póstumamente algo que su
autor quiso que permaneciera inédito (y eso lo comentaré más extensamente
otro día, cuando hable de Christopher Tolkien y de su labor como exegeta de su
padre), pero esto no es exactamente lo mismo.
Podríamos considerar
que cuando un escenario o unos personajes se hacen lo bastante populares para
adquirir la categoría de iconos en el imaginario colectivo, dejan de pertenecer
a sus autores y es lícito que cualquiera vuelva sobre ellos y trate de
reescribirlos o reinventarlos para las nuevas generaciones. Es algo que se ha
hecho a menudo y, en realidad, yo mismo lo he intentado con Sherlock Holmes, así
que sería un tanto hipócrita si me rasgara ahora las vestiduras porque Brian
Herbert y Kevin J. Anderson vuelvan sobre el escenario de Dune mientras yo embarco al detective de Baker Street en nuevas
aventuras.
Pero, de nuevo, eso
importa poco desde la perspectiva del lector. Lícito o no, ¿justifican los
resultados el trabajo emprendido? ¿Estamos ante una obra que amplía un
universo literario que conocemos y nos gusta, que lanza sobre él una mirada
novedosa o nos ofrece un punto de vista original?
Me temo que, en el caso
de los nuevo libros de Dune,
la respuesta es que no, no mucho.
Hasta ahora Herbert y
Anderson han escrito dos nuevas trilogías y una miscelánea que, bajo el título
de The Road to Dune,
ofrece textos de diversos orígenes, entre ellos una reconstrucción de la
novela original sobre el mundo desierto que escribió Frank Herbert, antes de
que sucesivas versiones la fueran dejando en la forma publicada que conocemos.
La primera trilogía
narra los años de juventud y madurez del Duque Leto Atreides, el padre de Paul,
y trata de presentarnos los antecedentes que han llevado a la situación política
y social que conocemos cuando arranca Dune.
La segunda se remonta
miles de años en el tiempo y nos presenta la Jihad Butleriana, la guerra contra
las máquinas que erradicó las inteligencias artificiales del universo.
Según he oído, ambos
autores tienen planeada una nueva trilogía que continuaría la saga original,
retomándola tras el sexto libro, esa Casa
Capitular: Dune cuyo final era una pirueta extraña que no estaba muy
claro de hacia dónde conducía.
Sin duda, económicamente
la cosa ha rentado. Es de cajón que si la primera trilogía no hubiera vendido,
ni se habría escrito la segunda ni se estaría planeando una tercera.
Literariamente... Bien,
ahí está el problema.
Quizá Frank Herbert no
era un escritor de primera línea, pero tenía gancho narrativo y sabía contar
las cosas de un modo que acababan interesando al lector. Su hijo y Anderson, por
el contrario, adoptan la escritura mecánica característica del best-seller y crean una narrativa simplota y más bien plana. Los
acontecimientos que ocurren en las nuevas novelas pueden o no ser interesantes,
pero la forma en que están contados no engancha demasiado, aunque tampoco
desmotiva en exceso.
Los libros no
"molestan", podríamos decir. Se leen con facilidad y se olvidan con más
facilidad aún. La historia está bien tramada y, como en cualquier best-seller
al uso, se nos ofrecen multitud de tramas paralelas que van desembocando poco a
poco en el desenlace. Muchos personajes moviéndose de acá para allá,
abundantes cambios de decorado y ambientación, acción, intrigas cortesanas,
momentos de peligro para los personajes centrales y, por supuesto, el escenario
que conocemos revisitado una vez más.
Pero no aportan nada a
lo que ya sabemos. La primera trilogía funciona sobre todo por el factor
nostalgia, porque se nos hace volver a una serie de personajes y ambientes que
conocemos y que nos gustan y se nos presentan nuevas historias sobre ellos. Pero
son historias que en ningún caso enriquecen nuestra perspectiva del universo de
Dune. Nada de lo que se
nos cuenta amplía nuestros horizontes de lectores: resulta agradable de leer si
uno es un fan (porque, me temo que es así, los fans siempre queremos más de lo
que nos gusta, no importa cómo, ni a menudo nos importa que sea lo mismo una y
otra vez) y apenas interesante si no lo es.
La trilogía sobre la
Jihad Butleriana carece de ese factor nostalgia: hemos retrocedido miles de años
al pasado. Sí, ahí están apellidos que nos resultan familiares, como Atreides,
Harkonnen o Corrino; y sí, ahí tenemos al planeta Arrakis; y sí, ahí están
la especia y los gusanos de arena. Pero los personajes son otros, y ni siquiera
el escenario descrito se parece mucho a lo que conocemos. Bien manejado, eso
podría ser un aliciente: precisamente el alejarse del decorado familiar e
intentar narrar algo nuevo (algo parecido intentó Frank Herbert en los últimos
libros de la serie) podría darle nuevo interés al asunto.
Pero me temo que es al
revés. Despojado del enganche que tiene volver a un universo familiar, la nueva
historia se nos desvela como ramplona, más bien predecible y poco interesante y
ni siquiera el juego de ver cómo la situación empieza a transformarse en lo
que conocemos o desarrolla las semillas de lo que será el posterior universo de
Dune consigue aportarle
mucho interés.
Por no mencionar algo
que ya he comentado en otros lugares: Frank Herbert tenía el raro talento
narrativo de ser capaz de sugerir muchísimo sin contar apenas nada. Era capaz
de crear en la mente del lector la idea de un imperio galáctico lleno de
elaboradas y bizantinas intrigas sin apenas dar explicaciones: una frase aquí,
otra allá y conseguía el efecto deseado. Sus continuadores, por el contrario,
se explayan durante páginas y páginas, narrando con detalle y explicando
pormenorizadamente, pero el resultado que consiguen es, a menudo, el contrario
al deseado. En la novela original sabíamos, aunque no veíamos su entramado,
que había complicadísimos planes dentro de planes dentro de planes. Lo que
vemos en las nuevas novelas son intrigas no especialmente inteligentes que
tampoco son un prodigio de retorcimiento y agudeza. Frank Herbert sabía bien
que a menudo un esbozo bien tramado era mucho más sugerente que un cuadro
completo y acabado; sus herederos no parecen haber comprendido esa lección.
¿Estoy siendo demasiado
duro con estas novelas? Quizá. Al fin y al cabo, son novelas concebidas como
entretenimiento ligero y sin pretensiones. Pero lo menos que puede uno pedirle a
cualquier forma de entretenimiento es, precisamente, que resulte entretenido. Y
no es el caso, más allá de la pequeña satisfacción que le producen al fan
que algunos llevamos dentro de hacerlo volver a un escenario que le gusta.
O, para ser exactos, a un sucedáneo aproximado de él.
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