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Rafael MarínComic fantástico
Umbrales
Rafael Marín

50 obras maestras del comic de cf (VII)

Watchmen
de Alan Moore
y Dave Gibbons
(1986)

Watchmen

Esta es la historia de un mundo que se volvió loco a fuerza de parecerse al nuestro, un mundo que contagió de locura a nuestros mundos de ficción (léase el subgénero de los superhéroes) y de paso quién sabe si acabó también afectando de insanía al mundo que está por encima de ese mundo, el mundo de los lectores y los editores, los dibujantes y los guionistas, los comerciantes y los mercachifles.

Watchmen

Si hay un punto de inflexión en la evolución del comic como medio, si existe un alfa o mejor un omega, es posible que en Watchmen podamos encontrarlo. Desde dentro del campo de los superhéroes, pero sin usar a superhombres propiamente dichos, sino a personajes que en mayor o menor medida usan máscara para cubrir sus despropósitos (y, dentro de la ficción, sólo el Doctor Manhattan podrá ser considerado por encima de las limitadas cualidades de los hombres normales y corrientes, siendo todos los demás individuos bastante mediocres), los doce números de Alan Moore y Dave Gibbons pusieron quizás el primer o el último clavo en el ataúd de los personajes de antifaz (y es sintomático que la revelación del "malo" de la historia se haga durante un entierro), llevando al medio y al género a su perfección narrativa y, sin quererlo o tal vez con esa posible retranca, impidiendo que avanzara en otras direcciones, abotargando de realismo y de conciencia externa (o sea, de la lógica absurda de nuestro mundo) a ese puñado de seres ficticios empeñados en diferenciar su realidad de la nuestra a base de uniformes circenses y capas de licra de colores.

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Se ha hablado tanto de Watchmen, yo mismo he escrito ya tantas veces sobre el tema, que quizá no convendría repetirse en lo que significó como novela gráfica, como miniserie de comic-books de perfecta simetría y redondo acabado y, puesto que estamos centrando estos artículos en la temática fantacientífica, dejar a un lado el matiz pseudo-superheroico de la historia y centrarnos en lo que es además, por derecho y para siempre, una magnífica historieta de ciencia-ficción: a fin de cuentas, entre sus múltiples galardones internacionales se encuentra un Hugo.

El mundo de Watchmen no es un mundo de tebeo, sino de ciencia-ficción, quizá el cruce perfecto entre Dick, Maquiavelo y Orwell. Watchmen es mucho más que la típica docena de comic books dispersos que van dando bandazos hasta una conclusión más o menos apresurada: Watchmen es una novela pensada y meditada desde la primera viñeta hasta la última. Un ejercicio de desquite quizás, de nostalgia eliminada (y es significativo que el perfume que Ozymandias publicita se llama así, Nostalgia), la creación de todo un mundo de ficción que va a ser quemado, literalmente, en el último tebeo de la serie. Alan Moore plantea su historia como una cabalgada libre, la exploración total y absoluta del comic como medio y de los supuestos superhombres como asunto temático, y lo hace sin frenos, sabiendo que al sacrificar la continuidad y la comercialidad de los personajes (y ahí tenemos el penoso estirar y estirar de otros héroes a lo largo de las décadas) iba a crear un equivalente tebeístico a esos lugares de ensueño que sólo la literatura había sabido entregar hasta ese momento, llámense Macondo, el 221b de Baker Street o Tierra Media.

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Desde una ucronía, donde el accidente que crea al cuasi-alienígena y semi-divino Doctor Manhattan y lo aparta de la línea del tiempo provoca que los americanos venzan sin problemas en la guerra del Vietnam, Alan Moore pone en solfa la utopía, el vigilantismo y el idealismo, encarnados en ese bienhechor sin escrúpulos que es Adrian Veidt/Ozymandias, un experto en marketing y relaciones humanas, el hombre más inteligente del mundo y quizás también, por tener un sueño desbocado, el más peligroso del planeta. Los detalles que crean ese mundo distinto salpican todas las viñetas, repitiéndose con puntualidad milimétrica y llenando de lecturas y dobles lecturas cada nueva visitación a la historia: los coches son eléctricos, los zapatos peculiares, el tabaco ha sido desterrado en favor de unas bolitas de cristal de sospechoso parecido con el crack, Richard Nixon es presidente casi perenne de los Estados Unidos, Robert Redford se presentará a las elecciones siguientes, los tebeos de superhéroes no existen, Gungha Diner es la cadena de comida basura en lugar de McDonald´s, y la humanidad al borde de la conflagración nuclear definitiva se unirá frente a la amenaza venida del espacio, pero menos, que un grupo de científicos, diseñadores y hasta dibujantes de historietas han creado en secreto para lanzarla sobre Times Square y provocar, por la fuerza, un sentimiento de unión contra lo extraño y desconocido. Veidt gana así la partida y lo único que le faltaba por ganar, el dominio del miedo en todo el planeta... siempre y cuando la prensa libre (y paradójicamente ultraderechista) se lo permita.

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Cada personaje es tan rico en matices y en psicología como, lo repito, cualquier personaje de una buena novela, algo que el comic había eludido casi siempre. Máscaras sobre máscaras, de entre todos ellos es el Comediante, el perro a sueldo del fascismo gubernamental, el primero en horrorizarse y encontrar la muerte al descubrir cuál es el plan de Veidt, y es Rorschach, el enloquecido vigilante lleno de psicopatologías con las que encubre su situación de basura blanca y perfecto don nadie, quien se opondrá hasta el sacrificio, en un arrebato de dignidad envidiable, a la no menos enloquecida estrategia de paz y buenos sentimientos de Ozymandias, quien desde su personal percepción de lo que debe ser la vida no se da cuenta de que la iconografía egipcia en la que basa su personaje (máscara en el sentido griego del término) arranca del culto al oro y a la muerte.


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