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Rafael MarínComic fantástico
Umbrales
Rafael Marín


50 obras maestras del comic de cf (XII)

Arzach
de Moebius
(1975)

Si la canción American Pie indicaba el día que murió la música, esta hermética serie de comics bien podría marcar, a su manera, el final de la historieta y el principio de un género nuevo. Los efectos de la revolución cultural de mayo del 68 arrollaron en su camino a una revista como Pilote, donde se habían cimentado las bases de todo el comic francés de los años sesenta, y entre los productos surgidos al socaire de una rebelión que identificaba editores con explotadores y con guionistas (quizás porque René Goscinny y Jean-Michel Charlier, directores de la revista, fueron además dos de los mejores scénaristes de la historia) surgiría el colectivo Les Humanoïdes Associés y su revista Métal Hurlant.

Arzach

Es en las páginas de Métal Hurlant (en España en Tótem) donde la transmutación de Jean Giraud en el ecléctico Moebius se completa y complementa. Tras las experimentales páginas en blanco y negro de "La Déviation", publicada en Pilote, el dibujante abandona momentáneamente su western Lieutenant Blueberry y se consagra a dar rienda suelta a su imaginación como artista. Las páginas de Arzach (o Harzak, Arzak o Harzakc, como serían tituladas cada una de las entregas de ocho páginas de que constaría la serie) suponen un ejercicio de libertad, un capricho estético que a su vez proclama una auténtica revolución creativa, en tanto que lo que se cuenta es anodino (en una de las historias, Arzach se encapricha de una mujer, cabalga en su pájaro sin plumas y elimina a su marido... para descubrir que ella es un adefesio; en otro se enfrenta a un simio gigantesco por la posesión de un trozo de puente donde descansar de su viaje; el tercer episodio nos muestra una especie de mecánico verde que es asaltado por otros humanoides hasta que, por control remoto, "repara" la montura del personaje protagonista), o simplemente incomprensible: el episodio final, contado como una historieta convencional en sus primeras páginas, y en el que el silencioso personaje parece encontrar la muerte tras su búsqueda de sexo, y donde la historia (contada desde entonces en viñetas-página) parece ser un flashback de episodios pasados, el tránsito de la vida a la muerte (remedando al Arlequín de Picasso, una página muestra a un Arzak desnudo que espera), mientras que el remate de la entrega, y de la serie entera, muestra una especie de enigmático consejo de ancianos donde se pronuncia la única palabra de las cuatro aventuras, ahora con una grafía nueva, Harzach.

Arzach

Fue el origen, ya digo, de lo que luego hemos aprendido a ver como colección de contrasentidos, el capricho estético por encima de las necesidades narrativas, la eliminación del guión como paso para conseguir que la historieta fuera quizá equiparada como medio artístico a la pintura o la poesía. De lo que vino después, gran parte fue pura paranoia, fuegos de artificio que ni siquiera se justificarían por sus hallazgos estéticos. Y sin embargo, estas cuatro historias son modélicas, no sólo en la manera que tienen de mezclar el comix con el comic, aupando a la categoría de mainstream lo que hasta entonces sólo había sido underground, sino por la endiablada habilidad del autor para crear mundos fantacientíficos donde se adivina, se intuye, se sabe que hay biologías y civilizaciones detrás de los pasajes de enrojecido desierto. Hay una estética que proviene, sin duda, de un poso infinito de lecturas y experimentaciones gráficas, no un mero juego de azar, como tantos artistas mucho más mediocres han intentado hacernos creer luego. Desde los cabalgadores de dragón de Pern, a quienes remite inmediatamente este guerrero en su extraño pájaro blanco (que asomaría más tarde en la serie John Difool), hasta los iconos de uniformes o edificios, los ejércitos en marcha de la impresionante página doble del episodio cuarto, las grecas que adornan el hueco entre viñetas, las nubes de tormenta y los pseudópodos verdes que a modo de vegetación cubren la tierra... Es ciencia-ficción en estado puro, quizá la primera vez, desde la mezcla de escenarios exóticos de Flash Gordon, en que la historieta (y, si me apuran, la cultura) puede mostrar mundos alienígenas que son de verdad, que podrían existir más allá de los efectos alucinógenos de algún hongo mexicano que formara parte de la dieta del artista.

Quizá Moebius no contara nada en sus cuatro experimentos gráficos (él insiste en que fue improvisando de viñeta en viñeta), pero la magia, la capacidad de seducción, el deseo de encontrar un sentido a su mundo de enigmas es más fuerte aún que su maravillosa puesta en escena, y uno de los grandes goces de esta serie es la de imaginar cómo se configura ese mundo más allá de la línea del horizonte.


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