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Rafael MarínComic fantástico
Umbrales
Rafael Marín

50 obras maestras
del comic de cf (XLVII)

Dreadstar
de Jim Starlin
(1982)

Dreadstar

Eran otros tiempos, una verdadera edad de oro del comic-book norteamericano. Quizás, es cierto, las ventas en los años ochenta no fueran tan apabullantes como -nos cuentan- lo fueran en los años cuarenta y primeros cincuenta, cuando el tebeo no tenía competencia mediática y arrasaba con millones de ejemplares vendidos. Pero sin duda que los cómics realizados durante la primera mitad de los años ochenta del siglo pasado fueron, por calidad y seriedad, los que más pudieron acercar el medio a un reconocimiento como arte expresivo y puro.

Jim Starlin, lo hemos dicho en otras ocasiones, trajo a los cómics de superhéroes una seriedad y una trascendencia de la que el medio adolecía (o quizá, reconozcámoslo, no había necesitado). Gran amante de la ciencia-ficción, con él la metafísica se enseñoreó de los conceptos cósmicos de un universo tan dado al grandguignol como el presentado por los tebeos Marvel. Ya en solitario (es decir, dueño y señor de los destinos de sus personajes, propietario de sus devenires y explotador de sus hipotéticos merchandisings), Starlin se descolgaría con una novela gráfica impactante, Metamorphosis Odissey, de la que ya hemos hablado en un anterior Umbrales, que sería serializada en aquel interesante experimento creativo, impensable hoy en día, que fue la revista Epic Illustrated.

Dreadstar

Starlin debió cogerle cariño a esa versión idealizada de sí mismo, a ese héroe malhumorado que procedía de John Wayne y esquivaba ser reconocido como trasunto de Han Solo: asesino, justiciero, destructor de galaxias y encarnación cienciaficcionística de ecos artúricos, Dreadstar continuaría más allá de donde parecía imposible una continuación (en tanto que, como personaje, parecía abrasado por la culpa de destruir un universo para salvarlo) en alguna novela gráfica tan impactante como su predecesora para luego, en el sello de comic-books propiciado por la revista Epic bajo el mando del insustituible Archie Goodwin, contar sus nuevas aventuras en un mundo y un tiempo que le eran ajenos.

Dreadstar

La línea de comic-books Epic, al contrario que las otras líneas paralelas de la editora Marvel, contaba con características inauditas: los autores detentaban los derechos de los personajes (hasta el punto de que, luego, algunos de ellos -Dreadstar incluido- se marcharan con los bártulos a otras editoriales); las historias escapaban de las sempiternas 22 páginas de narración, ampliándose a diez más; se exploraban otros géneros no salpicados por la omnipresencia de los superhéroes; y por fin se creaban historias donde se detectaba un claro afán de superación, una concepción adulta de la historieta americana, prostituida a la inconstancia del lector adolescente.

Dreadstar

Vanth Dreadstar se encuadra en la tradición de Robin Hood, del justiciero espacial a su pesar que reúne una banda de marginados estelares para plantar cara nada menos que al Alto Señor Papal, un gigantesco y blanquecino dictador galáctico cuyo alzacuellos y parafernalia hicieron que, en su momento, se viera en él una transposición de Karol Wojtyla. Con todo, la misión de este Señor Papal dista mucho de ser la del típico malo de tebeo empeñado en la búsqueda del poder como mcguffin, y el número 11 de la serie, centrado exclusivamente en su persona (y donde ni aparece el héroe ni su banda de fueras de la ley) sirve como análisis de las causas que convierten a seres abusados en abusadores ellos mismos.

Quizá a Dreadstar lo perdieron, como tebeo, dos cosas: el inevitable (y sobrante) acercamiento a lo superheroico, cuando el personaje muere y resucita y asume para sí los poderes incomensurables de su espada mística; y el obligado continuismo, el estirar la serie más allá de su premisa inicial: eliminado el Alto Señor Papal, sofocada la dictadura, ni el héroe ni sus adláteres tenían más razón de ser que la permanencia en los kioscos. Tendría que haberse hecho un fundido en blanco, en vez de un encadenado atroz a otros dibujantes y otros guionistas. Ya todo estaba contado y bien contado, y como toda buena novela por entregas (y Dreadstar lo es, en gran medida) siempre es mejor que el autor original ponga el fin antes de que los lectores decidan decapitar a los continuadores forzando a un final que siempre resulta amargo.


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