Érase una vez
un medio joven, donde todo estaba por experimentar y descubrir. Y érase una vez
un genio llamado Winsor McCay que hizo arte sobre páginas de papel en blanco,
al comprender que el soporte donde cobran vida los sueños va más allá de la
supuesta nobleza de las herramientas que se usan.
En 1905, los
periódicos del magnate William Randolph Hearst (más conocido por la versión que
de él hizo Orson Welles en su Citizen Kane, por su impulso a la guerra
de Estados Unidos contra España en 1898 o por las aventuras pseudoterroristas
de su díscola nieta, aunque habría que reconocerle alguna vez que fue el hombre
que más hizo por los cómics de la historia, al popularizarlos en sus títulos)
empezaron a publicar a toda plana las historias de un niño pequeño que soñaba y
trataba de viajar a un mundo remoto donde, naturalmente, una princesa infantil
le había pedido ayuda. Mucho tiempo tardaría el pequeño Nemo en llegar a
Slumberland, y aun cuando acabara por descubrir el camino de ida,
inevitablemente cada página terminaría siempre con un inesperado regreso a
casa, al reducido recuadro del mundo real donde el despertar implicaba cada
semana un duro trompazo contra el suelo o la reprimenda de unos padres que no
comprendían las ansias de libertad del pequeño.
Es ese final
repetitivo de todas las páginas lo que hoy resulta más anticuado y forzado, un
recurso narrativo que ya no funciona como gag, si alguna vez lo hizo, y que el
propio McCay obvió en seguida: aunque las páginas parecen autoconclusivas con
el despertar de Nemo, la trama del viaje y más tarde de las maravillas
encontradas en Slumberland continuarían semana a semana, con lo cual casi puede
considerarse que esas viñetas finales son una muletilla impuesta, una manera de
controlar la desbordante imaginación visual y escénica de McCay.
Las
experimentaciones del artista no se limitan solamente al terreno gráfico, sino
que destacan por su valor narrativo. El colorido, el montaje, los momentos en
que las viñetas se "mueven" y remedan perfectamente sensaciones que
sólo podría provocar el cine (el surgir del suelo del palacio, por ejemplo)
indican que McCay siempre quiso ir un paso más allá (y no es extraño que suya
sea la primera película de dibujos animados de la historia, Gertie el
dinosaurio). Una estética apabullante, producto del art decó y que preludia
y amplía lo que luego va a ser la línea clara en su gusto por el edificio de
proporciones arquitectónicas perfectas, va parejo a una ingenuidad temática e
incluso creativa: las viñetas están numeradas, como si todavía no se supiera el
sentido de lectura o el autor temiera que sus experimentos de montaje pudieran
dificultar la comprensión de sus historias.
Little Nemo in
Slumberland, la primera obra maestra absoluta de los cómics, es un festín visual,
desbordante de energía y creatividad, un cómic pionero que llegó allá donde muy
pocos cómics han sido capaces de llegar más tarde, y que ha legado momentos clave,
iconos de la historieta: la cama con patas larguísimas avanzando sobre la
ciudad, los niños gigantescos corriendo sobre el trazado de los edificios, el
zeppelin que hace las veces de Nautilus para los personajes. La ingenuidad de
sus argumentos (pero no de su puesta en escena) hace que un siglo más tarde sus
historias se lean con el mismo asombro y la misma magia deslumbrante que
entonces y además con cierta curiosidad por conocer de dónde vienen luego
muchos momentos cruciales de la historia de los cómics y del propio siglo
veinte. Hay ecos de Lewis Carrol y del cine mudo, del mundo del circo y la
magia y las ilustraciones del cuento infantil clásico, pero por entre los
edificios se oye claramente algún eco de saxofón, del jazz improvisado que son estas
aventuras trepidantes, tan sin pies ni cabeza como todos los sueños, tan
apasionantes como para haber creado un hito y un mito dentro del mundo del
tebeo.
Slumberland es
el país donde viven los sueños, más hermoso y más onírico que otros mundos
similares que luego haya dado la literatura (y la Fantasia de Michael Ende
viene rápidamente a la memoria), una benigna alucinación continuada de
estéticas entrecruzadas donde los policías recuerdan a Charlie Chaplin o Mack
Sennett, donde en el país de los hielos parece acechar el reverso tenebroso de
un Papá Noel convertido en Wotan, donde las ciudades se hunden y los niños
corren, los niños corren hacia la luz del día... sólo para volver a sumergirse
la noche siguiente en la otra luz, la luz inigualable del mundo de los sueños
multicolores, de los sueños perfectos.
 Archivo de Umbrales
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