Uno
de los grandes hitos de la historia del tebeo en España, Haxtur, supone
también poner al descubierto una de sus mayores carencias. Relegado durante
demasiadas décadas a producto infantilizante y, para colmo, lastrado por el
peso de una censura tan boba como indigna, obligados los creadores a rebajar el
contenido de sus producciones cuando había suerte, y al exilio, físico o
surogado cuando no la había, es precisamente con una revista auspiciada por el
régimen franquista ya en las penúltimas, Trinca, donde una cantera de
dibujantes y guionistas puede por fin ofrecer una buena muestra de lo que
llevaba dentro (y que estallaría, siquiera brevemente, ya a finales de la década
y principios de los años ochenta).
Víctor de la Fuente, quizá el artista más completo de
nuestros tebeos, verdadero maestro de maestros, sorprendería a propios extraños
con su Haxtur, no tanto por el preciosismo formal de sus dibujos, capaces
de medirse en pie de igualdad e incluso superar lo que se estaba haciendo en
Europa o América, como por el hermetismo algo inquietante que rodearía al
personaje. Ha querido justificarse en la extraña odisea de Haxtur (un
guerrillero de algún innominado país sudamericano cuyo físico recuerda a Ché
Guevara) en la presión de la censura y la necesaria búsqueda de un nuevo cauce
de expresión creativa, pero quizá el autor abusa demasiado de la alegoría a
la hora de contar los doce episodios de que consta su aventura. El resultado,
absolutamente deslumbrante desde un punto de vista gráfico, donde incluso el
color y sus matices adquieren valores narrativos, se encuentra no obstante con
el escollo de la excesiva simplificación (fuera obligada o no) en el desarrollo
de sus tramas. Salvando las ínfulas trascendentes de las que el tebeo adulto
español, por otra parte, nunca ha sabido zafarse del todo, en Haxtur se
nos presenta un mundo onírico donde existen magos, golems, dictadores y licántropos,
hechiceras y víctimas, opresores y oprimidos, espadas y palos y piedras y armas
semimágicas que no es difícil interpretar como alta tecnología: los
materiales mismos de los que está hecha la fantasía heroica, y no es extraño
que en otros países no haya querido leerse la historia con ese tonillo parabólico
algo pedante que es, a la postre, lo que más le afectaba y todavía le afecta.
Porque, aparte de los elementos tópicos de cualquier
historia de hombre semidesnudo con espada (y, en este caso, colgante que remeda
una suerte de cruz de madera), De la Fuente intenta contar una gran suerte de fábula
cuasi-medieval, una morality play donde el solitario personaje everyman central (y, por
ende, el autor y los lectores) se cuestiona de continuo las preguntas metafísicas
de la vida y, de paso, vacila de continuo sobre la realidad del mundo y las
aventuras pseudo-oníricas que está experimentando.
Si centramos el análisis de la
serie en los dos magistrales capítulos de inicio y cierre, Haxtur puede
interpretarse en efecto como una alucinación de un guerrillero emboscado que
flota entre la vida y la muerte, poseído por demonios internos que aunque
parezcan demasiado lejanos hoy siguen existiendo, ocultos detrás de los
oropeles de esos cuatro jinetes del Apocalipsis que deciden su destino y lo
embarcan en la búsqueda de sí mismo, con respuestas que quizá sólo valgan
para su destino individual y tal vez sirvan, sin embargo, para plantear nuevas
preguntas a los lectores; a fin de cuentas, el verdadero valor del arte, de la
vida, de la inteligencia.
Archivo de Umbrales
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