En la primera parte de este artículo señalábamos que los animales
polimorfos no abundan en la naturaleza. Y es cierto, salvo una notable
excepción: el hombre. El uso de la tecnología está empezando a
permitir a nuestra especie traspasar dinámicamente las fronteras de su
forma natural, en un proceso que en este momento sólo podemos
especular en cómo terminará.
Desde un punto de vista histórico, la humanidad pronto se dio
cuenta de la ventaja que suponía el control de la forma frente a otros
habitantes del planeta. El uso de pieles de animales para engañar a
las presas durante la caza está documentado desde la más remota
antigüedad. A lo largo de los siglos, esta técnica ha ido
evolucionando hasta conseguir auténticos milagros del engaño.
Forma e identidad
Otra peculiar forma de polimorfismo, muy característica de los
humanos, esta relacionada con el uso de máscaras. Éstas funcionan casi siempre en
una doble dirección: no sólo proporcionan una pluralidad de formas,
interponiendo una barrera entre el enmascarado y el mundo que le
rodea, sino que también arrastran a menudo una fuerte componente
cultural en su empleo.
En
efecto, uno de los elementos claves de la personalidad es el rostro.
Ocultándolo, o deformándolo, nuestra identidad se distorsiona,
siendo
reemplazada en cierto modo por la de la máscara que se está llevando.
De este modo, en un primer nivel el enmascaramiento actúa como un
eficaz camino al anonimato. El rostro tras la máscara permanece
oculto a nuestras miradas y añade un elemento de misterio a la persona
que la lleva. Ejemplos típicos de esto lo encontramos en el personaje
de El hombre de la máscara de hierro, de Alejandro Dumas,
privado no solamente de su libertad física sino también de su
identidad, o en los protagonistas de El fantasma de la opera y
Abre los ojos, cuyas caretas ocultaban la deformidad de sus
rostros a los ojos de los demás.
Esta capacidad de ocultación puede tener interesantes efectos
secundarios. Por ejemplo, la eliminación de la identidad puede
conducir a la uniformidad, y esa uniformidad (y la cierta inhumanidad
que implica) pueden llevar en determinadas condiciones al temor. En
efecto, un ejército de miles de hombres vestidos con la misma
máscara resultan, hasta cierto punto, el mismo hombre, y multiplican
el poder psicológico de su fuerza. Este fenómeno, típico de los
guerreros clónicos, se da por partida doble con los soldados clon de
la Republica y sus herederas directas,
las tropas de asalto imperiales, en la serie de La guerra de las
galaxias.
Así mismo, esta capacidad de ocultación puede tener una curiosa función
preservadora. Es el caso de las máscaras funerarias, encargadas de
mantener inalterable el rostro de un difunto más allá de la muerte.
Una práctica común a muchas culturas de antigüedad y
que ha dado lugar a grandes obras de arte como el famoso rostro del
faraón Tutankamon inmortalizado en oro que se conserva en el museo de
El Cairo.
Jugando al dios de las dos caras
En un segundo nivel, la máscara provoca en muchas ocasiones una
disociación de la personalidad del enmascarado. Esto tiene lugar a
través de un doble mecanismo. De una parte, el anonimato
suele traer consigo una cierta sensación de impunidad. Muchas veces el
que lleva una máscara ya no se siente ligado por las convenciones y
las formas asociadas a su yo público y actúa de un modo más
desinhibido. Los ejemplos típicos, quizás, son los del Carnaval o un
baile de disfraces.
Por otra parte, estas prendas muchas veces están dotadas de
personalidad propia y tienen asociada una importante carga simbólica o ritual.
Existe una correspondencia entre la máscara y la función que desempeña
el enmascarado cuando la lleva, correspondencia que no se traslada a
su vida privada cuando se mueve entre sus congéneres con el rostro desnudo. Por ejemplo,
los antiguos verdugos vestían una especie de capucha para preservar su
identidad y sustraerse tanto al rechazo social como a las posibles
venganzas que su cargo implicaba. Sin embargo, al final, en la
tradición popular la figura
enmascarada terminó ligada de un modo casi indisoluble al del papel que
representaba. Algo parecido sucedía con las máscaras del teatro griego
o con las de los hechiceros y sacerdotes de determinados cultos, en
los que esta peculiar forma de disfraz suponía hasta cierto punto una
transformación de la persona hacia un rol distinto que trascendía en
ocasiones de su propia humanidad.
Este doble mecanismo encaja muy bien con la evolución de la mayor parte de los
superhéroes, especialmente en el mundo del comic donde históricamente la máscara
siempre ha funcionado como una poderosa seña de
identidad. Personajes como Bruce Wayne o Peter Parker quizás comenzaron
vistiendo su disfraz para salvaguardar su vida privada frente a su
imagen pública. Pero al fin y a la postre sus alter ego, Batman o
Spiderman, terminaron por adquirir vida propia, resultando a veces
difícil discernir dónde acaba uno y empieza el otro, con todos los
conflictos que ello pudiera suponer.
En efecto, en el tercer nivel la personalidad enmascarada termina
siendo dominante y acaba por imponerse al yo normal, anulándolo. El
hombre se
funde
con su máscara. Un buen ejemplo de este mecanismo lo encontramos en el
personaje de Dart Vader en La guerra de las galaxias. Vader,
arquetipo del villano, basa buena parte de su poder en su sugestiva
imagen enmascarada vestida de negro. Algo parecido sucede en la
película La máscara (Chuck Russell, 1994), en la que Jim Carrey
hace el papel de un tímido y apocado empleado de banca que un tras
ponerse una misteriosa máscara de madera se transforma en un hombre
desinhibido y dotado de espectaculares poderes. A partir de aquí
surgen dos problemas. Por una parte, un gangster decide apoderarse del
artefacto para hacer uso del mismo en su propio beneficio. Y, por
otra, el contraste entre su nueva vida brillante y de éxito y la
existencia anodina y gris que llevaba sin ella empieza a resultar
excesivo para el protagonista: la máscara comienza a apoderarse de su
alma, creándole una irresistible adicción e impulsándole a utilizarla
cada vez más y más a menudo.
Detrás de la máscara
Evidentemente, estos tres niveles que hemos definido tienen
fronteras difusas y se mezclan entre sí según los casos. Un buen
ejemplo de esto aparece en la novela de León Arsenal, galardonada con
el premio Minotauro, Máscaras de matar. En ella se nos
presenta una compleja sociedad en la que buena parte de la interacción
entre sus miembros se basa en el uso de máscaras. De este modo, el
vestir un determinado cambuj pueden usarse para mostrar un cierto
estado de animo o una determinada actitud ante la vida, por lo que
cualquier ciudadano suele tener varias opciones en su vestuario para
utilizar de acuerdo con la ocasión. Por otra parte, también existen
máscaras características ligadas a un determinado rol. Por ejemplo,
los cazadores de cabezas, una suerte de ejecutores de la
justicia de ese mundo, visten la máscaras de matar que señalan y
simbolizan su misión. Por último, también existen algunas tan
poderosas que absorben y anulan la personalidad del que las viste. Es
el caso de los "mascarenos", los más característicos de los
cuales son quizás el Cufa Sabut y la Máscara Real, que
juegan un papel fundamental en la historia.
Ya más en clave de ciencia-ficción, un tratamiento curioso del tema
de las máscaras aparece en el relato de Jack Vance “La polilla lunar”,
donde se dibuja una curiosa sociedad en la que el estatus y la
posición de cada miembro vienen determinados por el tipo de máscara que
viste. Aparecer en la calle sin máscara es signo de una impudicia
extrema y puede tener graves consecuencias para el desventurado
viajero que incurra en dicha práctica.
La tecnología ha aportado algunas soluciones curiosas al problema
del enmascaramiento. Por ejemplo, en la película Desafío total
(basada en el
relato de Dick “Podemos recordarlo todo para usted”),
Quaid, el personaje interpretado por Arnold Schwarzenegger, pretende
pasar de incógnito al planeta Marte utilizando una sofisticada máscara
semiautónoma que le convierte en mujer. En la película de John Woo
Face Off (1997), un policía tiene que adoptar la identidad de un
peligroso terrorista psicótico para infiltrarse en una prisión de
máxima seguridad y para ello se somete a una arriesgada operación
quirúrgica en la que ambos personajes intercambian sus rostros. Y en
Paychek, también de John Woo (2003), se utiliza una sofisticada
tecnología para cambiar el rostro, adaptando la fisonomía de una
persona a la de otra y haciéndolas virtualmente indistinguibles.
Muchas veces no es suficiente con alterar la fisonomía para adoptar
una nueva identidad. Es necesario entonces recurrir al disfraz, para
disimular no sólo el aspecto de la cara sino la complexión general del
cuerpo, etc. Un buen ejemplo de esta necesidad lo encontramos en la
serie de televisión V, donde unos lagartos extraterrestres
llegan a la Tierra disfrazados de humanos para ganarse la confianza de
la población y así poder llevar a cabo sus siniestros planes. “Pieza
de museo”, de Zelazny, cuenta la historia de un actor en paro que decide
disfrazarse de escultura en un museo esperando tiempos mejores... para
descubrir que muchos otros, incluyendo un extraterrestre con unas
curiosas propiedades miméticas, han tenido la misma idea. En
Terminator, un robot asesino camufla su aspecto de máquina
implacable recubriendo su esqueleto de metal con carne humana,
mientras que en Men in Black, una cucaracha extraterrestre
utiliza una peculiar forma de disfraz vaciando el interior de un ser
humano (quedándose tan solo con la piel) para luego introducirse
dentro. El resultado dista de ser perfecto, pero cumple su función.
Hombre y máquina
En Men in Black también aparece una solución tecnológica
bastante elegante al problema del disfraz. En efecto, un personaje
extraterrestre y de aspecto claramente inhumano consigue pasar
desapercibido en nuestro planeta por el procedimiento de encerrarse
dentro de la caja craneana de un robot humanoide. La idea, ya
utilizada por Harry Harrison en su divertida sátira Bill, héroe
galáctico, funciona sin problemas siempre que el cuerpo utilizado
como escondite sea lo bastante sofisticado. Ijon Tichy también utiliza
esta estrategia en el "Viaje undécimo" de Diarios de las estrellas,
aunque esta vez es un humano el que se disfraza de robot para
infiltrarse en un planeta de máquinas que debe investigar.
La utilización de un cuerpo mecánico ofrece, sin dudas, grandes
ventajas a la hora de utilizarlo como disfraz. Aunque también están
limitados por la
tiranía de la forma, una vez se separa la mente del
cuerpo el cambiar de forma se simplifica notablemente: siempre es
mucho más fácil modificar un brazo metálico que hacer lo propio con su
equivalente orgánico. Los cyborgs, híbridos de hombre y máquina, adquieren
entonces una versatilidad en su aspecto de la que carecen los humanos
normales. Por ejemplo, en el relato “Encuentro con Medusa”, de Arthur
C. Clarke, el autor se pasa toda la narración jugando con el equivoco
de la forma del cuerpo del protagonista, gravemente mutilado en un
accidente de dirigible. Homo Plus, la famosa novela de Frederik
Pohl, ilustra muy bien el proceso físico y mental por el que el
personaje principal se va desprendiendo de su cuerpo biológico,
transformándose en un organismo biónico adaptado de un modo soberbio a
la exploración de Marte pero que a todos los niveles tiene ya muy poco
de humano.
Este proceso de transformación puede resultar bastante complejo
desde un punto de vista psicológico. Después de todo, tras la máscara
siempre suele encontrarse un humano completo (aunque hay excepciones,
como las ya citadas de Abre los ojos o El fantasma de la
opera). En cambio un cyborg es un híbrido, un ser a mitad de
camino entre lo biológico y lo mecánico que puede tener problemas para
encontrar su sitio en la sociedad. Este distanciamiento de
la especie progenitora puede asumir múltiples facetas. Por ejemplo, el
cyborg de Homo Plus termina la obra completamente desconectado
del genero humano. Algo parecido sucede en el relato de Joe Haldeman
“Mas que la suma de sus partes”, donde una persona que ha sufrido un
terrible accidente ve la mayor parte de sus miembros sustituidos por
prótesis y se vuelve adicto al poder que esas prótesis le
proporcionan.
En otros casos, la separación puede resultar más traumática. Por
ejemplo, Robocop (Paul Verhoeven, 1987), partiendo de una
situación semejante a la del relato de Haldeman, hace hincapié en la
vuelta a la humanidad del protagonista desde su condición de cyborg.
“Crucifixus Etiam”, de Walter M. Miller, cuenta la historia de un
trabajador llegado a Marte para trabajar en la terraformación del
planeta al que se le ha sustituido uno de sus pulmones por un
oxigenador mecánico para adaptarse a la tenue atmósfera existente. El
problema es que con el uso continuado de este aparato el sujeto se
olvida de respirar y el otro pulmón y los músculos asociados se
atrofian. Al protagonista termina por planteársele un terrible dilema:
adaptarse a las nuevas condiciones y renunciar a volver a su mundo
natal, o sufrir para mantener su humanidad completa y poder volver a
reunirse con sus semejantes.
Estos problemas éticos se agudizan si tenemos en cuenta que el
proceso no tiene porqué detenerse en la sustitución de alguno de los
miembros por sus equivalentes mecánicos. En “Cambio marino”, de Thomas
N. Scortia, los cyborgs, utilizados como pilotos de las naves
espaciales, están abandonado sus cuerpos para integrar sus mentes en
las naves que pilotan. Tan sólo uno de ellos se resiste a perder el
último vestigio de humanidad que le liga con sus orígenes, su cuerpo
biológico.
La nave espacial pilotada directamente por el sistema nervioso de
un ser humano se ha convertido en uno de los temas recurrentes del
género. Después de todo, nuestro cerebro es uno de los ordenadores más
versátiles y potentes que conocemos. Empotrados de Ian Watson,
Efímeras, de Kevin O’Donnell Jr, “La nave que canta”, de Anne
McCaffey, Luz de M. John Harrison, Sudario de estrellas, de Benford o la conocida Un
mundo fuera del tiempo, de Larry Niven, son obras muy conocidas
que exploran las diferentes posibilidades de está combinación de
hombre y máquina.
Pero ni siquiera esta etapa tiene por qué ser el final del camino.
En 2001, una odisea espacial Clarke plantea que una
civilización lo bastante avanzada, tras pasar por la etapa biológica,
la etapa cyborg y la etapa de nave espacial, puede evolucionar a un
nivel todavía más elevado y romper las ataduras de la materia,
convirtiéndose en seres de energía pura. Con lo cual, como ya hemos
visto, pueden adquirir a su vez la capacidad de adoptar cualquier forma de su
elección. Eso es algo que queda bastante bien descrito en la escena de
2010, odisea dos en la que Bowman se “aparece” a un personaje
para indicarle que deben abandonar Júpiter a la mayor velocidad
posible.
Metal cambiante
En la nave cyborg, la frontera entre el hombre y la máquina se ha
vuelto ya muy tenue. Después de todo, ¿que más da que la nave esté
pilotada por una inteligencia artificial o por un cerebro humano
enlatado? HAL 9000, el ordenador de la Discovery en 2001
no necesitaba a la tripulación humana para nada, pues en realidad toda
la nave era su cuerpo y al menos sobre el papel era tan competente
como cualquier humano para llevar a feliz puerto la misión.
La máquina pura, el robot, es quizás el estado más flexible posible
para abordar el problema del cambio de forma. Intercambiar un cerebro
electrónico de cuerpo a otro es una operación que en el fondo tan sólo
precisa de cierta pericia mecánica. Esta posibilidad es explorada por
Asimov en muchos de sus relatos sobre robots positrónicos, como por
ejemplo en “El hombre del bicentenario” y en “La prueba”.
En este último relato se pone especialmente de manifiesto cómo la
independencia de los robots de un cuerpo físico predeterminado les permite adquirir una forma tan semejante a la humana como sea
concebible. Este argumento, íntimamente relacionado con la pregunta
acerca de qué es humano, se ha convertido en la piedra angular de
muchas de las obras maestras del genero. Por ejemplo, en Blade
Runner los androides están tan perfeccionados que no sólo resultan
indistinguibles por fuera de nosotros, sino que además aspiran a
adquirir la libertad desde la esclavitud a la que les tienen sometidos
los hombres. “Tragedia lavadoriana”, de Stanislaw Lem, vuelve a tocar
este tema, pero está vez en clave de humor: en un mundo futuro las
lavadoras se vuelven tan sofisticadas que pronto comienzan a sustituir
a los humanos en puestos claves de la sociedad.
En cualquier caso, los mejores ejemplos de cómo la utilización de
la robótica puede dar lugar a un polimorfismo perfecto y de enorme
versatilidad lo encontramos en el modelo T1000 de Terminator 2
y en la Terminatrix T-X de Terminator 3, la rebelión de las
máquinas. Ambos robots están construidos a partir de una aleación
especial conocida como “metal líquido”. En reposo, el aspecto del
T1000 puede ser el de un charco de mercurio. Sin embargo, sus
circuitos le permiten modelar esa masa amorfa para adoptar la forma de
todo aquello con lo que se ponga en contacto o esté contenido en su
programación. Esto les convierte en un arma formidable, pues no sólo
pueden camuflarse a su antojo en prácticamente cualquier entorno (como
por ejemplo en la escena en que el T1000 aguarda emboscado al agente
de seguridad frente a la máquina del café) sino que pueden clonar
hasta el más mínimo detalle a cualquier persona a la que toquen y
transformarse en una copia indistinguible de ésta.
La hermosa Terminatrix de La rebelión de las máquinas además
hace uso de la nanotecnología para incrementar sus ya de por si
espectaculares capacidades. La idea de crear un organismo polimorfo a
partir de millones de organismos más pequeños capaces de reorganizarse
según un determinado patrón no es nueva. Por ejemplo, en La caza
de Nimrod, de Charles Sheffield, aparece un organismo conocido como
“compuesto remiendo”, formado por la agregación de miles de
componentes más sencillos que puede cambiar su forma a voluntad
incrementando o modificando la disposición de estos componentes. Algo
parecido se describe también en la novela de Stanislaw Lem Eden.
La nanotecnología, el empleo de máquinas pequeñísimas y de una gran
sencillez, simplemente hace posible ese comportamiento desde un punto
de vista tecnológico. Por ejemplo, en la novela Presa, de
Michael Crichton, una compañía de Silicon Valley presenta un
revolucionario invento: un conjunto de nanomáquinas que inyectadas en
un cuerpo humano construyen una cámara que ofrece imágenes
increíblemente detalladas de su interior. Sin embargo, la compañía
tiene planes más ambiciosos: un modelo militar capaz de volar formado
por un enjambre de nanomáquinas independientes. El problema surge
cuando esas nanomáquinas deciden independizarse de sus creadores y de
acuerdo con los dictados de su programación comienzan a evolucionar
para convertirse en algo cada vez más perfecto y con capacidad de
reproducirse. Los enjambres de nanomáquinas adquieren entonces la
habilidad de ocultarse en el interior de seres humanos infectados pero
al final también son capaces de construir sus propios avatares con
forma humana sin necesitar un anfitrión para el proceso.
En El otoño de las estrellas, de Miguel Barceló y Pedro
Jorge Romero, en una sociedad futura la nanotecnologia se ha
convertido en un puntal clave de la exploración espacial y de la
prolongación de la vida. Con su auxilio, se pueden recuperar cuerpos
muertos desde hace milenios, crear cuerpos capaces de vivir en el
espacio interestelar, preparados para adoptar diferentes formas, etc.
El concepto de soporte vital se vuelve un tanto etéreo: un cuerpo
nanotecnológico sólo necesita reconfigurarse adecuadamente para
funcionar casi en cualquier ambiente, al tiempo que la simulación
informática de la mente garantiza incluso la posibilidad de resucitar
al explorador si algo sale mal. Por último, en Playa de acero,
de John Varley, la humanidad ha sido expulsada de la Tierra por una
invasión extraterrestre que sin embargo les permite medrar en el
resto del sistema solar. En la Luna, la nanotecnología aplicada a la
medicina permite una larga vida y todo tipo de comodidades y opciones,
entre las que se incluye la capacidad de cambiar de sexo a voluntad y
con unas mínimas molestias. Sin embargo, el índice de suicidios no
deja de crecer, a pesar de que la humanidad está viviendo en el
equivalente de un Edén.
Aprendices de brujo
La otra gran alternativa que proporciona la tecnología para abordar
el problema de la forma es la modificación directa de nuestra
estructura biológica. Ésta también ha resultado ser una idea sumamente
atractiva a muchos escritores del género. Grandes clásicos, como el
Frankenstein de Mary Shelley (1831) o La isla del doctor Moreau,
de H. G. Wells (1896) ya incidieron en su momento en la posibilidad de crear
nuevos seres vivos, de aspecto muchas veces terrorífico, a base de
ensamblar fragmentos de otros seres mediante procedimientos
quirúrgicos. En la célebre obra El extraño caso del Dr. Jekyll y
Mr. Hyde, de Robert L. Stevenson (1866), un procedimiento químico
provoca un desdoblamiento en la personalidad de un experimentador,
cuyo aspecto físico también se ve alterado según cuál sea la
personalidad dominante. Asimismo, en El retrato de Dorian Gray,
la única novela escrita por Oscar Wilde (1890), el protagonista
permanece inmune a los efectos de la edad y a los estragos de sus vida
disipada mientras un misterioso retrato absorbe todos esos cambios.
La radiactividad también ha sido utilizada hasta el aburrimiento
para justificar la existencia todo tipo de criaturas polimorfas. Es
ci erto que en pequeñas
cantidades la radiación puede comportarse como un
poderoso mutágeno. Sin embargo, en la vida real la exposición a una
dosis masiva suele conducir a una muerte tan rápida como desagradable.
En cambio, en el mundo de la ficción este tipo de irradiaciones se ha
convertido en una especie de explicación universal para justificar la
adquisición de todo tipo de superpoderes. Un ejemplo típico es el de
Hulk (Ang
Lee, 2003). Basada en un conocido personaje de cómic de la Marvel,
cuenta la historia del joven investigador Bruce Banner, quien, tras
ser expuesto a una dosis masiva de rayos gamma experimenta una
interesante transformación: cuando se enfada se convierte en Hulk, un
gigante verde de fuerza colosal prácticamente imposible de detener.
Los Cuatro Fantásticos, otros superhéroes de la factoría
Marvel, también adquirieron sus poderes (entre los que se encontraba
la capacidad del líder del grupo, Mister Fantástico, de deformar su
cuerpo hasta extremos increíbles) mediante un oportuno y afortunado
bombardeo de rayos cósmicos.
Pero a pesar de la "popularidad" de la radiación dentro de la
ciencia-ficción, en la vida real ha sido el auge de la genética, y especialmente, la posibilidad de
manipular con libertad el ADN de cualquier ser vivo, los que han terminado
convirtiendo muchas de estas especulaciones prácticamente en certezas. Hoy en día
producir órganos humanos en cerdos, "fabricar" ratones que brillan en
la oscuridad o modificar genéticamente a las ovejas para convertirlas en
productoras de determinadas sustancias ya no son argumentos de una
novela fantástica, sino realidades perfectamente constatables.
La exploración de los límites de estas tecnologías ha dado lugar a un buen
número de interesantes obras de ciencia-ficción. Por ejemplo, en La
estación de la calle Perdido, de China Mieville, aparece un mundo
en que los híbridos quirúrgicos y genéticos están a la orden del día.
En las calles de Nueva Crobuzon es habitual encontrar los prodigios de
una avanzada tecnología biomédica, que se refleja incluso en su
original sistema penal, donde el castigo a los criminales consiste en
dotarles de formas particularmente horrendas o desagradables.
Otra interesante perspectiva de la manipulación genética aparece en
la película Species (1995). En ella, la humanidad consigue
ponerse en contacto por radio con una especie extraterrestre, que en
uno de sus mensajes nos envía las especificaciones para una fuente de
energía casi inagotable. Convencidos del carácter amigable de estos
seres, los científicos terrestres abordan la segunda parte del envío:
la trascripción de un complicado código genético preparado para unirse
al genoma humano. El resultado es una niña tan peculiar que en un
momento dado deciden destruirla. Pero contra todo pronostico la niña
escapa, metamorfoseándose rápidamente en una hermosa mujer y más tarde
en un terrible monstruo que pone en peligro nuestra supremacía sobre
este planeta.
Al igual que sucedía en el caso del cyborg, el polimorfismo
biológico también
comporta problemas éticos y de integración respecto
de la “norma” de la humanidad. Por ejemplo, en “Las puertas de
diciembre”, de Roger Zelazny, se lleva a cabo una interesante reflexión
sobre las implicaciones que el cambio de forma puede tener sobre los
seres humanos. Un grupo de niños es modificado genéticamente por una
gran corporación para adaptarlos a la vida sobre un mundo helado. Pero
cuando la estrella de ese mundo se convierte en nova, los modificados
tienen que buscar un lugar en el universo para vivir, en una sociedad
que no sabe qué hacer con ellos. Y en su búsqueda terminan llevando a
cabo con otra especie lo mismo que hicieron con ellos, debido a
la presión de la terraformación del mundo que han elegido para crear
su hogar. En caída libre, de Lois McMaster Bujold, también
incide sobre los problemas de los humanos modificados genéticamente,
en este caso en la forma de los cuadrumanos, preparados
específicamente para trabajar en condiciones de baja gravedad. Los
cuadrumanos también aparecen en su novela Inmunidad diplomática.
Cuando el polimorfismo se convierte en norma, pueden aparecer
graves problemas para decidir quién o qué puede considerarse exactamente
humano. Chales Sheffield especula en Proteo que en el siglo
XXII la combinación de una biorrealimentación controlada por ordenador
y modernas técnicas de quimioterapia no sólo han conseguido la
práctica inmortalidad de la población del planeta, sino que también
permiten que la humanidad pueda alterar a voluntad su forma física.
Tanto es así, que ha sido necesario crear una Agencia de Control de
Formas, que aplica un "test de humanidad" para identificar a los
miembros de nuestra especie y cuya misión es impedir la proliferación
de formas ilegales o peligrosas.
Lem lleva a cabo una reflexión muy semejante a la de Sheffield,
aunque en clave mucho más filosófica, en el "Viaje vigésimo primero" de
Diarios de las estrellas. En el planeta Dictonia, la evolución
de la religión y de las técnicas de manipulación biológica han estado
fuertemente relacionadas. Conforme el hombre adquiría más y más poder
sobre su entorno y sobre su propio cuerpo, los atributos de la
divinidad se veían cada vez más y más disminuidos. Al final, la única
relación que queda entre Dios y el hombre es la fe, en una sociedad
que va evolucionando a través de todas las ventajas y todos los vicios
derivados de la posibilidad de alterar el cuerpo humano a voluntad.
La coexistencia de diferentes tipos de polimorfismo también puede
resultar problemática. Por ejemplo, en el universo
formador-mecanicista
en el que se encuentran ambientados varios de los
relatos de Bruce Sterling recogidos en su recopilación Cristal
Express, la humanidad se ha escindido en dos ramas. De una parte
están los mecanicistas, firmes defensores del modelo cyborg y que cada
vez incorporan más elementos cibernéticos y mecánicos a sus cuerpos.
Por otra, se encuentran los formadores, defensores de las
modificaciones genéticas, cuyo objetivo último parece ser el
convertirse en una especie de superhombres a partir de la alteración
biológica de sus organismos. Ambas facciones están enfrentadas en una
enconada guerra alentada por ios Inversores, una especie
extraterrestre dedicada al comercio para la que dicho
enfrentamiento en realidad sólo supone una buena oportunidad de hacer
negocios.
Un escenario parecido se desarrolla en la trilogía de Greg Bear
formada por Eon, Legado y Eternidad. En ella
se plantea la existencia de una sociedad futura, que se desplaza
mediante un sofisticado artefacto mezcla de nave espacial y ciudad por
el interior de una vía multidimensional con puertas que se abren a diferentes
universos. Esta sociedad esta dividida en dos grandes facciones con
intereses casi irreconciliables. Por una parte están los naderitas,
defensores de los valores clásicos de la humanidad, de la esencia de
lo humano. Por la otra, se encuentran los geshels, partidarios de la
tecnología y de su plena aplicación al ámbito de la vida humana.
Algunos geshels radicales, los neomorfos, han renunciado incluso a su
forma humana, adoptando un polimorfismo radical con los más
extravagantes aspectos. Y entre ambas facciones medran los habitantes
de la Ciudad del Recuerdo, un almacén informático de personalidades en
busca de cuerpo en el que reencarnarse.
Lo que traerá el mañana
El mundo en que vivimos está sometido a un cambio constante.
Recientemente un tribunal de ética francés denegó el permiso para
llevar a cabo una operación de cambio de rostro, alegando que la
técnica todavía no estaba madura. Sin embargo, son varios los
cirujanos que aseguran estar preparados para llevar a cabo dicha
intervención. Pensar que películas como Face Off, que hace unos
años podrían parecer imposibles de llevar a la práctica, de repente
están casi a la vuelta de la esquina da mucho que pensar. Vivimos en
un mundo en que guiamos robots en Marte por telepresencia, en el que
un mono con electrodos en el cerebro puede mover con exquisita
suavidad un brazo robótico situado a cientos de kilómetros de
distancia, en el que cada día hay más noticias relacionas con la
clonación humana, a pesar de todas las prohibiciones y los tabúes que
existen sobre el tema. El cambio de sexo y de rostro por medios
quirúrgicos es una realidad desde hace muchos años, y la posibilidad
de modificar nuestro genoma es tan real como los cambios que estamos
introduciendo en muchas especies vegetales y animales en pos de
nuestro propio beneficio. A dónde nos conducirá este camino es algo
que, como decíamos al principio, nadie sabe. Pero lo cierto es que a veces da la
impresión de que muchas de las especulaciones que hemos analizado a lo
largo de
este artículo quizás se encuentran tan sólo a un paso en el futuro de
la humanidad.
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