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Chicas muertas
Chicas muertas
Richard Calder
Título original: Dead Girls
Trad. Alberto Solé
Gigamesh, 2003

Es dificil innovar en el género. Es dificil apretarle las tuercas a algo que fue instaurado para evitar sorpresas. Sin embargo, la primera novela de Richard Calder, al que conocimos hace unos meses también de la mano de Gigamesh con Malignos, bucea en la novedad sacando a la luz deseos y pulsiones ocultas.

Calder nos lleva a un época delirante. Si bien en el texto se la define como "un cruce entre lo punk y lo dickensiano", esta original apuesta podría clasificarse como "cyberpunk modernista". Efectivamente, el mundo de Chicas muertas es una revisitación del cyberpunk más caótico, violento y corporativo aderezado por el desenfreno sexual y por una reactualización de las inquietudes de finales del siglo XIX. La combinación de todos estos elementos, perfectamente ensamblados, ha dado lugar a una ambientación ciertamente arriesgada y atractiva.

La sociedad ha llegado a un nivel de alienación tal que sólo se atiende a lo supérfluo, como la ornamentación, la moda o los impulsos sexuales. En un homenaje al art noveau y todas aquellas tendencias artísticas de hace dos centurias, el mundo está poblado de lujo y excentricidad.

Calder también rinde tributo a los autómatas ideados en aquella época y, así, nos presenta a un amplio elenco de robots que satisfacen todas las necesidades, sobre todo las sexuales. Sin embargo, la propagación de un virus que transforma a las adolescentes en una especie de robots híbridos ávidos de sexo lleva a la sociedad humana a un estado de alarma excepcional. La plaga de las "muñecas" o de las "chicas muertas", como se las conoce, trae de vuelta las tesis de Malthus y actualiza el miedo a lo diferente.

La historia parte de la huida de una de estos seres con otro adolescente adicto a su sexo, un humano sin voluntad calificado, certeramente, de "yonki". Esto desencadena una narración alucinatoria, poblada de pasajes surrealistas, de desdoblamientos temporales, niveles narrativos e imágenes delirantes en la línea de un William Gibson menos barroco pero mucho más desenfrenado. Escrita con un ritmo muy trabajado, sabe alternar pasajes más dinámicos con otros más descriptivos, dosificando los momentos de prosa más sugestiva e irracional.

El punto más fuerte de la obra es, pues, este mundo enloquecido y su tratamiento. El escritor explora con profundidad la psicología de las muñecas, gracias al proceso de madurez de Primavera, la mutante protagonista. Sin embargo, este logrado estudio hace que la historia se estanque, pues llega un momento en el que parece quedarse en un punto muerto.

Por otra parte, tenemos que señalar que, a diferencia de Malignos, que no dejaba de tener algunas partes demasiado convencionales, Chicas muertas es una novela más personal y satisfactoria. También da el protagonismo a una pareja de enamorados marginados y también es, por tanto, un canto a la superación de los tabúes y de las imposiciones morales. Asimismo, plantea la imposibilidad de la felicidad y el afán de trascender a lo meramente humano para tratar, inocentemente, de alcanzarla, aunque visto, esta vez, desde una perspectiva mucho más pesimista.

Así, la perversión, la crueldad, el sadomasoquismo y la lujuria son el motor de una obra con mucho magnetismo pero que podría haber dado más de sí; repleta de imágenes alucinatorias y delirio embriagador. Es por ello por lo que sus dos continuaciones, Chicos muertos y Cosas muertas, se convierten en una promesa muy apetecible. Confórmense, mientras tanto, con este singular libro.

Alberto García-Teresa

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