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Cristóbal Pérez-Castejón Ciencia en la ciencia-ficción
Cromopaisaje
Cristóbal Pérez-Castejón




El peso de un mundo (y II)

En la primera entrega repasamos los efectos de la baja gravedad sobre el organismo humano y algunas de las estrategias que se han propuesto para evitarlos. En la segunda parte de este artículo veremos los problemas derivados de la alta gravedad y la utilización de sistemas de antigravedad y generadores gravitatorios en la ciencia-ficción.

Con la fuerza de un gigante

Hasta ahora hemos considerado las alternativas de las que disponemos para desplazarnos por un medio de gravedad inferior a la Terrestre. Pero, ¿qué sucede en el caso contrario? La adaptación a ambientes de alta gravedad resulta bastante complicada. Conforme aumenta nuestro peso, la movilidad disminuye: bajo una aceleración de diez gravedades, un individuo normal tiene un peso de prácticamente una tonelada. El corazón tiene cada vez más problemas para bombear sangre y aumenta el riesgo de dolencias cardiacas. La más leve caída puede provocar lesiones de importancia: en La guerra interminable de Haldeman, una simple arruga en el traje de presión provoca una herida casi fatal a la compañera del protagonista, Marygay. El umbral de la consciencia se sitúa en torno a las diez u once gravedades. Por encima de ese punto, se pierde el conocimiento y poco más allá sobreviene la muerte.

Por desgracia, las altas gravedades no son un problema exclusivo de cuerpos celestes sumamente masivos, sino que pueden aparecer fácilmente en cualquier desplazamiento a partir del principio de equivalencia al que nos hemos referido varias veces en la columna anterior. Un simple avión atmosférico que realice un giro cerrado de apenas unos cuantos centenares de metros a 900 km/h puede alcanzar fácilmente el umbral de tolerancia orgánica a la aceleración. Para evitar esto, los pilotos visten el llamado traje anti g, que consiste básicamente en una prenda que al ser sometida a una cierta aceleración se hincha bloqueando el desplazamiento de la sangre para evitar que el que la viste pierda el conocimiento. Esta es una solución válida, aunque sólo durante unos breves instantes y en ningún caso para un viaje prolongado o para soportar las aceleraciones propias de un viaje espacial en el que la nave no se desplaza a 800 km/h sino a 30 km/seg.

El problema en este caso es, por tanto, que si bien disponemos de un gran número de mecanismos para adaptarnos a la ausencia de peso, prácticamente estamos inermes frente a las gravedades elevadas. Ya en una de las primeras novelas del género, De la Tierra a la Luna de Julio Verne, se proponía un mecanismo hidráulico para compensar las inmensas aceleraciones derivadas de lanzar la nave de los protagonistas hacia la Luna utilizando un cañón. Aunque la solución propuesta por Verne es ineficaz (los intrépidos exploradores habrían fallecido sin duda durante el lanzamiento), en otras condiciones sí puede utilizarse el recurso de los tanques de flotación para minimizar el efecto de la aceleración, aprovechando el empuje proporcionado por el principio de Arquímedes para compensar el tirón de la gravedad. Desgraciadamente este mecanismo, cómo el del traje anti g, sólo es válido durante un periodo reducido de tiempo y a costa de la movilidad del viajero.

En La guerra interminable se utiliza una variante de este procedimiento bastante más sofisticada: a los tripulantes se les inserta una válvula capaz de inyectar líquido dentro de la cavidad abdominal, de modo que controlando su presión pueden compensarse las aceleraciones externas eficazmente. Con este mecanismo el tope de la tolerancia biológica sube casi al centenar de gravedades típicas de un combate espacial. En la misma novela se describe también la existencia de una serie de tanques móviles utilizados por la tripulación para desplazarse por el interior de la nave y llevar a cabo las mínimas maniobras de control precisas en esas circunstancias. La misma idea de válvulas internas es empleada por Robert L. Forward en Camelot 30K para compensar las enormes aceleraciones de despegue asociadas a un cable catapulta que se usa para enviar una nave de exploración al cinturón de Kuiper y llevar a cabo un primer contacto con una peculiar civilización extraterrestre.

La utilización de válvulas implantadas para soportar la aceleración abre el campo de una posibilidad a la que ya hemos aludido con anterioridad: el ciborg. Los ciborgs están particularmente bien adaptados a los ambientes de alta aceleración. Por ejemplo, en el clásico de Henry Kuttner, Camuflaje, una nave espacial pilotada por un ciborg utiliza su capacidad de aceleración y deceleración bruscas para deshacerse de unos piratas espaciales que pretendían apoderarse de ella. Encuentro con Medusa, de Clarke, cuenta las peripecias de un humano, superviviente de un terrible accidente, que utiliza las capacidades adicionales que le proporcionan sus prótesis para la exploración del planeta Júpiter. En el siguiente estadio, la fusión mente-máquina, la tolerancia a la aceleración viene determinada por la resistencia de los componentes de la nave, miles de veces superior a la de un cuerpo orgánico. Especialmente interesante en ese sentido es el relato "Cambio marino", de Thomas N. Scortia, donde se narra magníficamente la transición de ciborg a nave consciente y las servidumbres y el precio que ello implica.

Una alternativa a la implantación de la mente en una máquina es la utilización de un cuerpo que este adaptado al ambiente de alta gravedad para llevar a cabo la experiencia. En el clásico de Simak "Deserción", los terrestres trasladan sus mentes a los cuerpos de los nativos del planeta Júpiter, con unos interesantes efectos secundarios. Curiosamente, no son demasiados los extraterrestres adaptados a ambientes de alta gravedad que aparecen en el género. Por ejemplo, en El mundo al final del tiempo, de Frederik Pohl, aparece una raza de seres que viven dentro de las estrellas (uno de los sitios en los que la gravedad es más alta del universo), pero a la que no afectan los campos gravitatorios por estar hechos de energía. Los Hechees de la serie de Pórtico, también de Pohl, han evolucionado en un campo de gravedad semejante al terrestre, pero tienen su refugio dentro de un agujero negro. En Misión de gravedad, Hal Clement nos describe magistralmente las diferentes formas de vida que existen sobre el planeta Mesklin, grande y denso, con una gravedad que varia de los tres g del ecuador a los 300 g de los polos, y la odisea de un osado mesklinita en busca de una sonda espacial terrestre.

Pero sin duda, Forward es el autor de la que podemos considerar como una de las especulaciones más osadas e inteligentes sobre ambientes de alta gravedad. Huevo de dragón narra las peripecias de los Cheelas, una especie extraterrestre que vive y desarrolla una civilización sobre la superficie de una estrella de neutrones. En este ambiente existe un campo gravitatorio de 67.000 millones de g a nivel del suelo, con unos campos magnéticos de billones de gauss. La descripción que se hace de la fisiología cheela y su adaptación a tan peculiares condiciones de vida es simplemente mágnifica.

En esta novela se desarrolla un original mecanismo para compensar las monstruosas atracciones gravitatorias propias de un ambiente de este tipo. Durante el transcurso de la trama, la nave terrestre se encuentra situada en una órbita estacionaria sobre la superficie de la estrella. En dicho punto, la gravedad todavía es de 40 millones de g, pero se anula en su mayor parte con la componente debida a la rotación del vehículo por estar en órbita. El problema en este caso aparece porque esta cancelación sólo es válida para el centro de masas de la nave. Conforme nos alejamos de él, la gravedad vuelve a incrementarse al acercamos a la estrella y a disminuir al alejarnos. Debido a esto, si un viajero se situase en el centro de masas de la nave con los pies mirando a la estrella, la parte central de su cuerpo estaría ingrávida, pero entre la cabeza y los pies existiría un diferencial de 400 gravedades. Esto es lo que se conoce como "fuerzas de marea", pues es precisamente el mecanismo que determina la aparición de las mareas en los mares terrestres, dado que la Luna atrae con más fuerza el agua que está situada directamente debajo de ella que la que se encuentra en el otro extremo del planeta. Los efectos de estas fuerzas ya fueron planteados por Niven en sus relatos "Estrella de neutrones", ganador del Hugo, y en "Hay mareas". Pero es Forward el que ofrece una solución ciertamente brillante al problema. Para ello sitúa seis enormes masas ultradensas girando en torno a la nave humana. En el punto central de la misma, la atracción de las seis masas se compensa. Modificando la velocidad de rotación y diseñando adecuadamente las esferas ultradensas es posible crear en la parte central del vehículo un área en la que se anulan los efectos de las fuerzas de marea de la estrella. Precisamente en la continuación de esta novela, Estrellamoto, la Matadragones se ve en peligro de ser desintegrada por el fallo de una de las esferas de compensación, que provoca un remolino de fuerzas gravitatorias cambiantes en su interior.

Huevo de dragón plantea también el empleo de un interesante mecanismo generador de gravedad: la utilización de un agujero negro, una masa extraordinariamente densa situada en un volumen diminuto de espacio y por tanto susceptible de ser incorporada a una nave. Las posibilidades de este sistema como compensador de inercia fueron posteriormente desarrolladas por Charles Sheffield en su obra Las crónicas de McAndrew, donde se plantea la utilización de un plato de materia condensada para anular las aceleraciones asociadas al viaje espacial. En efecto, si la gravedad resulta indistinguible de la inercia, lo que propone Sheffield es situar una masa enorme, pero puntual, a cierta distancia de la parte frontal de la nave que se desea acelerar. En reposo, creará un campo gravitatorio en dirección al morro. Cuando la nave acelere, la inercia tenderá a compensar ese campo gravitatorio. Pero ese efecto podría variarse fácilmente alterando la distancia que separa a la masa de la nave. Cuanto más cerca estuviera, mayor aceleración podría conseguirse sin que la tripulación percibiera sus efectos. Obviamente llegaría un punto en que las fuerzas de marea sí serían perceptibles, según vimos más arriba. Pero hasta alcanzar ese umbral existen un amplio margen de aceleraciones que pueden ser compensadas mediante este mecanismo.

La utilización de materia superdensa como compensador de inercia puede resultar atrevida, pero hay propuestas todavía más radicales. Dan Simmons en Endymion, utiliza un sistema para zafarse de los efectos de la aceleración de lo más original. El problema que se plantea en este universo es que sus naves MRL tienen que situarse a una determinada distancia del planeta de origen antes de saltar a velocidad hiperlumínica. En ese trayecto se consume un tiempo precioso, que puede ser de semanas o meses. Las naves de la clase Arcángel, sin embargo, no tienen ese inconveniente. Parten con una aceleración enorme, del orden de cientos de gravedades, lo que les permite alcanzar el punto de salto muy deprisa. Lógicamente, la tripulación muere instantáneamente, convertida literalmente en puré... pero no importa, porque los cruciformes que llevan sobre sus carnes, una especie de parásito con ciertas interesantes propiedades, les resucitaran intactos en el punto de destino. Un sistema ciertamente brutal, pero eficaz, de ahorrar tiempo de viaje.

Antigravedad

La idea de media docena de masas trazando un complicado encaje de bolillos en torno a una nave espacial puede resultar muy consistente científicamente, pero de seguro provoca sudores fríos a muchos lectores del género. Afortunadamente para ellos, en muchas novelas suelen utilizarse una serie de artificios más o menos elaborados y más o menos afortunados que evitan oportunamente todo este tipo de problemas. El primero de todos es, sin duda, el ignorar directamente los efectos de la gravedad en el desarrollo de la trama. Cuando en la película Armaggedon los tripulantes de una lanzadera que está llevando a cabo una maniobra a más de 10 g levantan tranquilamente sus brazos y gesticulan cómo si estuvieran disfrutando de un emocionante viaje en una montaña rusa, no parecen ser demasiado conscientes de que cada uno de esos brazos que agitan con tanta alegría pesa posiblemente más de cien kilos. Lo mismo podría decirse de tantas y tantas películas, empezando por la famosa serie de La guerra de las galaxias, donde las naves efectúan bruscos cambios de dirección y velocidad volando a decenas de miles de kilómetros por hora sin que los tripulantes ni siquiera se despeinen. Para los que gustan de dar algo más de justificación a su trama, generadores gravitatorios, campos de compensación, incluso la antigravedad son recursos utilizados muy a menudo para quitar de en medio a esta molesta compañera de los viajes espaciales cuyos efectos estamos comentando.

El concepto de antigravedad es casi tan viejo cómo el género. En su novela Los primeros hombres en la Luna, H.G. Wells presenta una sustancia llamada cavorita, en honor al científico que la descubrió, cuya principal característica es su capacidad para apantallar la gravedad. Utilizando esta curiosa propiedad, los personajes de Wells construyen una nave espacial capaz de viajar a la Luna formada por una esfera recubierta de paneles plegables forrados de cavorita. Cuando todos los paneles se encuentran cerrados, la esfera se encuentra aislada de cualquier tipo de influencia gravitatoria y flota libremente. Para dirigirla en uno u otro sentido, basta con abrir y cerrar selectivamente los paneles adecuados de modo que se exponiendo la sección en cuestión de la nave a la atracción de la gravedad se genere una fuerza que impulse a la nave en la dirección dada.

El método de Wells resulta bastante intuitivo, pero desgraciadamente es poco práctico. Las razones las explica perfectamente Isaac Asimov en su relato "La bola de billar". En él, la competencia entre un físico y un ingeniero da como resultado un peculiar aparato antigravedad. Sin embargo, este aparato presenta un grave problema: al desaparecer la gravedad, todo el resto de fuerzas que actúan sobre el objeto situado en su interior, la inercia derivada del giro de la Tierra sobre su eje y en torno al Sol, los movimientos del sistema solar dentro de la galaxia, etc., que eran compensados por la gravedad eliminada, aparecen de golpe sobre él, permitiendo una utilización extremadamente poco convencional del invento.

Asimov utiliza para justificar su antigravedad la modificación de las características topológicas del espacio. En efecto, considerándolo según el modelo de la lámina de goma, Asimov propugna una modificación de sus propiedades locales para hacerlo más resistente a la deformación introducida por una masa. En la serie de Star Trek se utiliza un procedimiento muy semejante tanto para viajar más deprisa que la luz como para generar un eficaz cancelador de inercia y sistema de gravedad artificial: la utilización de dispositivos de curvatura. Curiosamente dentro de una serie que se caracteriza muchas veces por un desaforado empleo de tecnojerga, la deformación del espacio es un procedimiento físicamente valido para conseguir antigravedad. Tanto la propulsión a distorsión cómo la gravedad artificial son algo que podría lograrse con relativa facilidad mediante la aplicación de energía negativa sin violar ningún principio físico. El problema en este caso está, lógicamente, en cómo conseguir esa forma extremadamente rara de energía en las cantidades necesarias.

Ante este tipo de problemas, algunos autores han tomado diferentes atajos para conseguir el mismo efecto. En "El cielo cruel", Clarke presenta una conversor electrogravitatorio capaz de transformar energía eléctrica en gravedad y viceversa. Este conversor, diseñado en forma de mochila, sirve para reducir el peso de unos alpinistas que pretenden conquistar el Everest, aunque encuentran una serie de inesperados problemas en el trayecto. Julian May, en su saga de Medio Galáctico, parte de la resolución de la tan deseada teoría unificada de los campos gravitatorios y magnéticos para desarrollar un sistema de propulsión gravomagnético, en el que se utilizan campos magnéticos para modificar la acción de la gravedad. Tau cero, de Poul Anderson, narra la peripecia de una nave estatocolectora a la que un fallo en el motor le impide deternerse. Como vimos en la columna anterior, la estatocolectora puede mantener fácilmente un esquema de aceleración continua debido a las peculiares características de su motor. Pero Anderson va más allá. Aprovechando el sistema de captación de materia inerte del que esta dotado la estatocolectora, basado en la utilización de campos electromagnéticos con una determinada geometría que interactuan sobre la materia mediante fuerzas magnetohidrodinámicas, el autor desarrolla un sistema de compensación de la aceleración que permite reducir los tiempos de viaje de la nave al alcanzar más rápidamente su velocidad de crucero.

Los campos más o menos milagrosos en los que la inercia simplemente no existe son la última de las soluciones propuestas para evitar los problemas que estamos discutiendo. En La guerra interminable, Haldeman propone la existencia de un campo de protección en el que nada puede moverse por encima de una determinada velocidad y en el que no se consiente ningún tipo de actividad eléctrica. Éste tiene unos efectos sumamente interesantes, porque la exposición a este tipo de campo genera la muerte instantánea a todo aquel sometido a su influencia al fallar las conexiones sinápticas. Pero donde este sistema de protección se demuestra completamente eficaz frente a los problemas que estamos estudiando es con el empleo de los llamados campos de éstasis. Dentro de un campo de éstasis no existe interacción de ningún tipo con el mundo exterior. En algunos casos, incluso deja de correr el tiempo. Esto los convierte en la defensa perfecta frente a los efectos de la gravedad y de la inercia. Por ejemplo, en "Aparato contra tendencia", de Cristopher Anvil, existen ingenios de este tipo que se utilizan cómo eficaces módulos anticolisión en los automóviles. Pero es en la serie de las Burbujas de Vernon Vinge donde mejor se exponen las propiedades de este tipo de campos, que permiten desde la propulsión de naves espaciales haciendo estallar bombas nucleares tras ellas como el viajar cómodamente por el tiempo, eso sí, en un solo sentido.

Conclusión

Cuando se reflexiona sobre la pregunta "¿qué necesita el hombre para viajar por el espacio?", normalmente acuden a nuestra mente las respuestas más inmediatas: una carcasa que nos proteja del vacío y nos transporte, aire para respirar y calor para evitar el abrazo helado de la noche interestelar. Pero pocos pensarán en la gravedad. La gravedad puede matarnos, no solamente a través de una caída, sino deformando nuestros huesos y agotando a lo largo de los años nuestro sistema circulatorio. Sin embargo, su ausencia nos enferma gravemente, y puede convertir la colonización del espacio en una especie de camino sin retorno, separándonos en dos especies diferentes incapaces de compartir el mismo hábitat. Hoy apenas empezamos a asomarnos a los bordes de la última frontera que se abre ante la humanidad. Pero cuando estemos dispuestos a afrontar ese salto, a cruzar el inmenso vacío que nos separa de los planetas y de las estrellas, sabemos que tendremos que llevar con nosotros, como titanes cargando con el peso de un mundo, a nuestra inseparable compañera, la gravedad del planeta que nos vió nacer.


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