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Cristóbal Pérez-Castejón Ciencia en la ciencia-ficción
Cromopaisaje
Cristóbal Pérez-Castejón




El peso de un mundo (I)

Fuera de la atmósfera terrestre, una nave blanca y estilizada surca el espacio. Mientras suenan las notas de "El Danubio azul", la nave se desliza hacia una estación orbital en forma de rueda, que gira majestuosamente, dispuesta a atracar en un hangar situado en su eje. Este peculiar vals, perteneciente a la película 2001, una odisea del espacio, se ha convertido en una de las secuencias más emblemáticas de la ciencia-ficción. Pero la razón última del giro de la estación no es solamente proporcionar un placer estético al espectador, sino generar para sus habitantes algo casi tan indispensable cómo el aire que respiran: gravedad.

Cae una manzana

¿Qué es la gravedad? Newton descubrió que dos masas cualesquiera se atraen mutuamente con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Debido a esto, en presencia de un campo gravitatorio todo cuerpo se ve sometido a una aceleración que se conoce cómo aceleración de la gravedad y se representa por la letra g. En la superficie terrestre el valor de g es de 9,8 m/seg2 y normalmente se considera como una referencia: las aceleraciones de los vehículos suelen medirse muchas veces cómo múltiplos de g. Conforme nos alejamos del planeta este valor disminuye, hasta acabar resultando casi imperceptible. Eso no significa, sin embargo, que se haya escapado de su influjo: todos los objetos del universo, hasta la más lejana galaxia, interactuan gravitatoriamente entre sí. La ingravidez, entendida como ausencia de gravedad, no existe. Sí existen condiciones de microgravedad, en la que el valor de la gravedad es muy pequeño, o de caída libre, cuando la atracción gravitatoria se ve compensada por otra fuerza, como por ejemplo la inercia de un cuerpo que gira. Pero en ambos casos el efecto es el mismo: el peso, esa fuerza invisible contra la que luchamos todos los días de nuestra vida, se vuelve imperceptible.

Flotando entre las estrellas

El hombre es una especie que ha evolucionado dentro del campo de gravedad del planeta Tierra. Nuestro sistema circulatorio, nuestros músculos, toda nuestra estructura ósea están conformados por esa fuerza que tira de nosotros día y noche. Ahora bien: ¿cómo responde nuestro organismo cuando el peso desaparece? El deseo de volar, la posibilidad de desplazarse libremente por el espacio, es algo profundamente arraigado en nuestro interior, quizás como un recuerdo de la ingravidez que experimentábamos al flotar en el útero materno. En este sentido, la ausencia de peso ofrece posibilidades sumamente interesantes. Por ejemplo, en la danza siempre ha existido una componente etérea, un desplazarse más allá de las ataduras de la gravedad. ¿Cuales serán los límites de esta disciplina cuando verdaderamente el peso no exista? En "Danza estelar", de Spider y Jeanne Robinson, ganadora del Hugo y el Locus, se nos muestran cómo la danza puede alcanzar nuevas formas de expresión cuando tiene lugar fuera del campo gravitatorio terrestre, y cómo alguien que sobre la Tierra es un tullido funcional, en caída libre puede convertirse en un artista insuperable.

Otro tanto podría decirse respecto de la arquitectura. Hoy en día ya se está investigando en el espacio sobre la fabricación de nuevos materiales, como aleaciones especiales y cristales, que sólo se pueden conseguir en condiciones de microgravedad. Las arcologias en órbita que nos pinta Joe Haldeman en Mundos tienen precisamente una economía basada en el comercio de ese tipo de productos. Además, construir en semejante entorno genera nuevos grados de libertad en la mente del arquitecto. Por ejemplo, en "Blue champagne", de Varley, aparece una estructura llamada la Burbuja, una enorme masa de agua situada en órbita con una burbuja de aire en su interior, destinada al entretenimiento de los habitantes y turistas de una estación espacial.

La ausencia de peso incluso podría servir para prolongar la vida. En efecto, nuestro organismo suele acabar rindiéndose ante el esfuerzo implacable que sufren nuestro corazón y nuestros músculos al funcionar durante décadas dentro de un campo de gravedad. Pero cómo bien señala Carl Sagan en Contacto, en gravedad cero las caderas no se quiebran. En esta novela, un grupo de millonarios se refugian en un hábitat orbital tratando de encontrar una cura a sus dolencias... e incluso buscando la inmortalidad biológica en el proceso. Algo parecido plantea Clarke en "El secreto", donde en una base lunar se descubre que la vida se prolonga considerablemente en condiciones de baja gravedad, pero aparece el problema de cómo comunicar a la Tierra que ese don sólo estará disponible para los pocos privilegiados que puedan acceder a ese entorno. Clarke vuelve sobre ese tema en 2061, donde Floyd, uno de los protagonistas de las entregas anteriores, ha conseguido prolongar su vida hasta los ciento tres años en perfectas condiciones de salud debido a su ininterrumpida estancia durante décadas en condiciones de baja gravedad.

El precio del paraíso

Sin embargo, a pesar de sus múltiples ventajas la vida en ausencia de peso no está exenta de inconvenientes. Por ejemplo, nuestro oído interno, el órgano de equilibrio de nuestro organismo, en algunos casos resulta gravemente afectado por la ausencia de gravedad. La consecuencia es una sensación de nausea y desequilibrio, el llamado "mareo espacial", que puede prolongarse durante unos cuantos días. El problema es que vomitar en esas condiciones resulta peligrosísimo, especialmente dentro de un traje espacial. Al no existir gravedad que haga caer los residuos, éstos pueden provocar la asfixia del ocupante del traje al quedar flotando dentro de él.

Otro aspecto, esta vez más psicológico, es el de la orientación. El ser humano se ha desarrollado en un entorno en el que existe una dirección de "abajo" claramente establecida e inconscientemente tendemos a orientarnos según esa premisa. Sin embargo, en el espacio "abajo" no existe. Es necesario desarrollar todo un nuevo esquema de visión tridimensional para poder desplazarse con efectividad en esas condiciones. Un ejemplo clásico es el de las impresiones del protagonista de Cita con Rama, de Arthur C. Clarke, al enfrentarse a su primera visión del interior de la inmensa nave espacial cilíndrica. En su experiencia, pasó de imaginar que se encontraba en el fondo de una inmensa lata a la imagen de un túnel que se abría ante él... para terminar visualizándose como un insecto caminando boca abajo sobre la tapadera de la lata, con todo el terror psicológico de despeñarse hacia el increíblemente lejano fondo que ello suponía. De todos modos, el autor que mejor ha reflejado la problemática de la orientación tridimensional en ambientes de baja gravedad ha sido sin duda Orson Scott Card. En su novela El juego de Ender, las escenas de entrenamiento en un entorno de ingravidez, la sala de batalla, y los problemas de orientación y movilidad asociados a dicho entorno resultan insuperables y muestran cómo es indispensable una preparación muy especial para desarrollar las habilidades necesarias para el combate en gravedad cero.

Más graves son los efectos que se producen sobre nuestra masa muscular y la desmineralización. En efecto, al no estar sometidos al esfuerzo continuo al que les somete la gravedad, los músculos se relajan y acaban atrofiándose. Tras una estancia de apenas unos meses, y sin un programa de ejercicio adecuado para mantener sus músculos tonificados, un astronauta ya no es capaz de desenvolverse sin ayuda al volver sobre la superficie del planeta. También son muy importantes los problemas de descalcificación ósea y la pérdida de minerales: los huesos se vuelven delgados como el papel y acaban siendo incapaces de soportar nuestro peso sin romperse. Éste es por ejemplo el caso que nos presentan Bruce Sterling y William Gibson en "Estrella roja, órbita de invierno", donde el coronel Korolev, que lleva veinte años viviendo en ausencia de gravedad, se encuentra varado en una estación espacial soviética vieja, obsoleta, y a punto de ser desmantelada, sin ninguna posibilidad de poder volver a pisar la superficie del planeta que le vió nacer.

Estatuas de sal

En este sentido, abandonar la superficie de nuestro planeta recuerda en muchas ocasiones un viaje sin retorno. El espacio se convierte en una nueva frontera, llena de posibilidades... pero cuya conquista exige en cierto modo renunciar a nuestros orígenes. Por supuesto, siempre se pueden buscar alternativas. Por ejemplo, el protagonista de Un fantasma recorre Texas, de Fritz Leiber, viste un exoesqueleto de titanio que sustituye a sus músculos atrofiados y protege a sus huesos descalcificados durante su primera visita a la Tierra tras toda una vida en el espacio. En Mundos, de Haldeman, los viajeros que tienen que descender a la superficie terrestre desde los hábitats espaciales deben someterse a un intenso y estricto programa de ejercicios físicos para tonificar su sistema muscular, mientras que en La luna es una cruel amante, de Robert A. Heinlein, los trabajos en baja gravedad se desarrollan normalmente a la mayor velocidad posible, para que los trabajadores no queden varados para siempre debido a los efectos secundarios de la ingravidez. Algo parecido a lo que se hace actualmente, pues las tripulaciones de la estación espacial internacional se relevan periódicamente para evitar los efectos acumulativos de la exposición a la falta de peso.

Pero al igual que los peces que hace millones de años abandonaron el océano y conquistaron la tierra, la humanidad también puede asumir el reto que plantea la ingravidez y partir a la conquista del espacio sin volver la vista atrás. Ya en "Encuentro con Medusa" Clarke utiliza chimpancés modificados para incrementar su inteligencia como operarios en tareas donde prima la habilidad manual. Este concepto se desarrolla plenamente en la novela En caída libre de Lois McMaster Bujold con la figura de los cuadrúmanos, una especie modificada por ingeniería genética con cuatro brazos y sin piernas, diseñados para el trabajo en gravedad cero (donde las piernas, en efecto, son inútiles) y que el protagonista ayuda a liberar de la esclavitud a la que se encuentran sometidos por la compañía que les diseñó.

Yendo un poco más allá, estas modificaciones pueden incluso aplicarse sobre nuestro propio genoma a fin de adaptar a la humanidad a las condiciones de vida que pueden encontrarse en el espacio exterior. En Mundos en el abismo e Hijos de la eternidad, Juan Miguel Aguilera y Javier Redal presentan la raza de los colmeneros, una especie que se ha adaptado a la vida en las condiciones de espacio profundo y en ausencia de gravedad hasta el punto de que ya no parecen humanos. Pero donde esta idea se lleva a sus últimas consecuencias es en la serie de Dan Simmons sobre Hyperion, y especialmente en su novela corta "Náufragos de la hélice", ganadora del Locus. En esta obra se lleva a cabo una detallada descripción de los Exters, una subespecie de la humanidad que también se ha adaptado a las condiciones de vida en el espacio profundo. Los Exters no solamente tienen hábitats semejantes a los de los colmeneros en asteroides o en el equivalente a la esfera de Dyson que son los anillos bosque orbitales, sino que están completamente adaptados al medio en el que viven: no necesitan respirar, su cuerpo está perfectamente preparado para el vacío y a la ingravidez e incluso algunos están dotados de inmensas velas solares que utilizan para volar a través del espacio.

Existen opciones todavía más radicales. Si nuestros cuerpos biológicos son incapaces de adaptarse a las condiciones de vida en ingravidez, siempre podremos plantearnos su sustitución por cuerpos mecánicos. El ciborg, el hombre máquina, es insensible a la gravedad. En el cerebro no aparecen problemas de descalcificación, y un brazo mecánico no sufre atrofia muscular por permanecer demasiado tiempo en caída libre. Frederik Pohl realiza un magistral estudio de las implicaciones de la transformación del hombre en ciborg para adaptarse a la vida sobre el planeta Marte en Homo Plus, una de las novelas de referencia sobre este tema. En cualquier caso, la evolución lógica de este estadio, el trasladar la mente a un soporte puramente electrónico (como los extraterrestres constructores de TMA1 en 2001, una odisea del espacio o los pilotos electrónicos usados por Saberhagen en Alas en la oscuridad) la libera de todas las ataduras y servidumbres que acarrea un cuerpo biológico y le abre verdaderamente las puertas para la conquista de las estrellas.

El peso de la aceleración

Parece lógico que si el destino último de la humanidad es el vivir de un modo permanente fuera de la Tierra, se siga de un modo u otro el camino evolutivo al que nos hemos referido. Pero para aquellos que prefieran quedarse en los planetas, sometidos al tirón de la gravedad, transformase en un ángel con alas de cientos de metros de longitud no parece una solución demasiado realista para desplazarse de un sitio a otro por el espacio. Por suerte, generar gravedad artificial, en contra de lo que pudiera parecer, no resulta tan complejo. De nuevo la física viene a echarnos una mano, a través del llamado principio de equivalencia: un cuerpo sometido a aceleración sufre los mismos efectos que si estuviese dentro de un campo gravitatorio con una aceleración equivalente. Esto es algo relativamente fácil de comprobar: cuando aceleramos un coche, notamos claramente una fuerza que nos aplasta contra el asiento (al igual que sucede, por ejemplo, cuando se lanza una nave espacial) y esa fuerza es, a todos los efectos, indistinguible de la gravedad.

Curiosamente, debido a esto, las naves de la edad de oro clásica de la ciencia-ficción, esos cohetes atómicos en forma de supositorio, eran muchísimo más coherentes con la física en este campo que muchas de las naves más modernas que han ido apareciendo con posterioridad en el género. En efecto, para llevar a cabo una travesía espacial sin problemas de gravedad es suficiente con mantener una aceleración constante de un g durante una parte del trayecto, parar el impulsor, dar la vuelta y continuar el viaje decelerando con una aceleración de una gravedad en la segunda mitad de la trayectoria. Este es un mecanismo muy elegante y completamente efectivo para llevar a cabo largos viajes espaciales sin resultar afectados por la ausencia de peso.

Sin embargo, tampoco esta exento de inconvenientes. El primero es, sin duda, el del motor. Casi todos los sistemas de propulsión conocidos se basan en el principio de acción y reacción: se utiliza un combustible que sirve para acelerar una masa de impulsión que al ser expulsada empuja al vehículo en dirección contraria. Sin embargo, la cantidad de combustible que un vehículo espacial puede cargar es finita y cuanto más combustible carga, más pesa y más energía hace falta para moverlo. El perfil de vuelo no viene determinado, por tanto, por la necesidad de conseguir una determinada aceleración, sino por la masa de combustible que se puede acarrear. Lo normal es acelerar hasta gastar la mitad del mismo, mantener una trayectoria inercial sin aceleración a la velocidad alcanzada y decelerar al llegar al punto de destino. Pero este perfil vuelve a dejarnos en el punto de partida, pues durante la fase inercial del vuelo seguimos necesitando un sustituto de la gravedad.

Otro problema viene determinado por la longitud del trayecto a recorrer. Aunque tuviésemos un motor capaz de acelerar continuamente a una g, eso significaría que nuestra nave aumentaría de velocidad en diez metros por segundo cada segundo. Sin embargo, esta velocidad no puede incrementarse indefinidamente, puesto que no hay nada que pueda moverse más deprisa que la luz. Conforme se va uno adentrando en el reino de las velocidades relativistas, la eficacia de la mayor parte de los impulsores para mantener una aceleración constante se desvanece. Por ultimo, un sistema de aceleración continua es muy sensible a las maniobras. Ciertamente, todo funciona sin problemas mientras la nave se desplace en línea recta. Pero en cuanto tenga que cambiar de trayectoria bruscamente su interior puede convertirse en un infierno. Por ejemplo, en Cosecha de estrellas, de Poul Anderson, se nos describe una batalla espacial en la que la maniobrabilidad las naves viene determinada por la presencia de una tripulación humana en su interior, puesto que una nave ciborg o un simulacro electrónico carece de esas limitaciones. Esta superioridad de la máquina sobre el hombre a la hora de hacer frente a la aceleración ha sido bastante explotada en el género. Sin ir más lejos, en Efímeras de Kevin O'Donnell Jr. la nave utiliza su capacidad para acelerar y decelerar bruscamente para sofocar un motín de su tripulación.

Se han propuesto distintas alternativas para hacer frente a estos problemas. La primera implica la mejora en la eficiencia de los propulsores. Un cohete químico quema su combustible en un periodo de tiempo muy reducido, de apenas minutos. En cambio un cohete nuclear es miles de veces más eficiente y un propulsor avanzado de fusión o de antimateria tiene una eficacia centenares de miles de veces mayor. Por ejemplo, en El mundo al final del tiempo, de Pohl, una nave colonizadora que utiliza un esquema mixto de vela solar y motor de antimateria es capaz de mantener una aceleración casi constante durante toda su trayectoria hacia una lejana estrella.

Aun así, para un viaje lo suficientemente largo es evidente que el combustible no puede llegar para mantener una trayectoria de aceleración constante. Una posible alternativa consiste en utilizar un valor de aceleración más reducido (en 2061 la Universe es capaz de realizar el trayecto Tierra-Júpiter a una aceleración constante de 0,1 g merced a su planta de fusión catalizada por muones). También podemos renunciar a la aceleración constante... pero colocando a la tripulación en un estado de hibernación en el que los efectos de la ingravidez se vean minimizados. Una interesante variante de esta teoría la encontramos en la novela de Chales Sheffield Entre los latidos de la noche. El método de viaje interestelar escogido en este caso es el llamado "espacio L", donde aparentemente las naves viajan a muchas veces la velocidad de la luz. Pero lo curioso del espacio L es que no se trata de un nuevo y revolucionario avance de la física, sino de un estado metabólico a mitad de camino entre la animación suspendida y la hibernación. En el espacio L, el metabolismo se ve ralentizado a una décima parte de su valor normal y debido a esto el tiempo corre diez veces más lento... lo que a su vez implica que las aceleraciones se perciben subjetivamente muchísimo más rápidas. En estas condiciones, las naves pueden mantenerse con una aceleración de apenas unas centésimas de g, que serán percibidas por la tripulación cómo una gravedad completa durante toda la trayectoria.

Otra estrategia valida para enfrentarse al problema de la aceleración constante es el empleo de una nave que sea capaz de conseguir su propio combustible del espacio exterior. Por ejemplo, las estatocolectoras recogen hidrógeno interestelar mediante enormes dragas magnéticas para producir una reacción de fusión nuclear autosostenida que impulsa la nave casi indefinidamente. Puesto que no cargan combustible, son mucho más ligeras que cualquier otro tipo de astronave y tienen una capacidad de aceleración continua muy superior. La estatocolectora es el vehículo interestelar por excelencia, y su problema en este caso no seria el mantener una aceleración constante sino cómo detenerse, tal y como lo describe Anderson en Tau cero o Gregory Benford en "Efectos relativistas". Otras naves que no utilizan el principio de acción y reacción para desplazarse, como las de energía de vacío que describe Clarke en Cánticos de la lejana Tierra o Charles Sheffield en Las cronicas de McAndrew, también puede utilizar esquemas de aceleración constante para generar gravedad.

Danzando entre las estrellas

Aunque algunas de las soluciones que hemos comentado resultan sumamente ingeniosas, en realidad ninguna de ellas aborda de un modo eficiente el problema de la trayectoria inercial intermedia de cualquier viaje espacial de mediana duración. Y, en cualquier caso, tampoco son aplicables a estructuras estacionarias situadas en órbita. Sin embargo, de nuevo podemos recurrir a un sencillo mecanismo para aplicar el principio de equivalencia a fin de simular los efectos de la gravedad dentro de estas estructuras: hacerlas girar. Asi, la fuerza centrífuga, ese derivado de la inercia de los cuerpos sometidos a rotación es, de acuerdo con el principio de equivalencia, un perfecto sustituto de la gravedad. El coste energético de la rotación es mínimo, pues una vez iniciado el giro, al no existir rozamiento, el movimiento debería mantenerse casi eternamente. Y, además, modificando el radio y la velocidad angular, podremos obtener los valores de pseudogravedad que resulten más convenientes para nuestras necesidades. De este modo, para generar gravedad en una estructura orbital solo tendremos que diseñarla con geometría de rotación (un cilindro o un toro de revolución) y hacerla girar sobre su eje.

En el caso de una nave, durante la fase de aceleración las mantendremos estables, pero al entrar en la parte inercial de la trayectoria simplemente tendremos que hacerlas girar sobre su eje de desplazamiento, cómo sucedía por ejemplo en el caso de la astronave rusa Leonov en 2010, odisea dos de Clarke, para generar gravedad en su interior.

Debido a su eficacia y sencillez, las estructuras giratorias se han convertido en uno de los generadores gravitatorios más apetecibles que ha dado de sí el género. La rotación centrífuga se utiliza en muchas novelas como mecanismo de adaptación intermedio para que los habitantes del espacio puedan descender sobre una superficie planetaria. Ejemplos los tenemos en las ya citadas Un fantasma recorre Texas y Mundos. En las estaciones espaciales, desde la de 2001, una odisea del espacio a Babylon 5, la rotación se ha convertido prácticamente en un estándar de diseño. La megalítica estructura del Mundo anillo, de Niven, también rota para generar gravedad, con el añadido de que su enorme diámetro (recordemos que en el centro del anillo se situa una estrella que es la que le proporciona energía) permite que cualquier nave situada sobre la cara exterior alcance inmediatamente la velocidad de escape al desprenderse de ella, como una piedra impulsada por una honda gigantesca.

Muchas naves también han utilizado elementos giratorios cómo parte de su sistema de soporte vital. En Mundos en el abismo se utiliza la rotación de los veleros solares tanto para desplegar sus velas como para proporcionar gravedad artificial a la tripulación. En combate, sin embargo, se detiene el giro por cuestiones de estabilidad y maniobrabilidad. La Discovery de 2001, una odisea del espacio está dotada de un anillo centrífugo en cuyo interior se llevan a cabo las actividades cotidianas. Esa misma estructura aparece también en la película Misión a Marte, que contenía un gran número de homenajes a la obra de Stanley Kubrick. En ambos casos, la necesidad de trasladarse entre zonas con diferente nivel de gravedad y consideraciones estructurales determinan que la velocidad de giro del tambor no sea demasiado elevada, por lo que los astronautas deben complementar con un riguroso programa de ejercicios físicos la menor gravedad producida.

Pero el ejemplo perfecto de empleo de este sistema de gravedad lo encontramos, sin duda, en Rama, la inmensa nave interestelar de Cita con Rama de Clarke. Rama es un cilindro giratorio de kilómetros de diámetro, en cuyo interior existe un gradiente de gravedad decreciente que va del eje de giro a la superficie de la cara interna del cilindro. Su gran diámetro le permite mantener una gravedad apreciable con una velocidad de giro no excesivamente alta, mientras que su geometría cilíndrica permite un fácil acceso al interior a partir del eje ingrávido. Rama es la nave de rotación por excelencia, cuyo diseño se ha repetido en mayor o menor grado en muchas otras novelas del género, desde Eón de Greg Bear (donde la Patata, el asteroide hueco en el que comienza la acción, consigue parte de su gravedad por rotación), hasta la trilogía de los mundos, de Haldeman, en la que la mayor parte de las arcologias orbitales utilizan este sistema para acondicionar la gravedad de los hábitats a las necesidades de sus habitantes.

La rotación es, por tanto, un sistema excelente para proporcionar gravedad a una tripulación humana en viajes espaciales de larga duración o en estructuras permanentes situadas en órbita. Sin embargo, tampoco está exenta de inconvenientes. El primero es, curiosamente, que desde un punto de vista constructivo una gravedad es un valor de aceleración bastante elevado. Las fuerzas estructurales a las que se encuentran sometidos los materiales situados en la parte externa del sistema que gira son inmensas, y, además, en naves espaciales es preciso tener en cuenta tanto los problemas de vibraciones (que fueron los que desestimaron en la fase de diseño que la ISS, la estación espacial internacional, girase sobre sí misma) como los derivados de la transmisión de giro interno del anillo a la estructura externa que lo sustenta. Ciertamente, en el espacio no hay nada que ancle a la nave respecto de lo que la rodea, por lo que la rotación residual transmitida a través del rozamiento del anillo tendera a hacerla girar en sentido contrario a la rotación del carrusel. Éste es precisamente el problema que se plantea en 2010, odisea dos cuando la tripulación de la Leonov intenta abordar a la Discovery, en órbita de Júpiter tras haber permanecido abandonada en ese punto durante varios años.

Otro efecto curioso propio de los sistemas giratorios es la aceleración de Coriolis. La aceleración de Coriolis no es real, sino un efecto secundario consecuencia del movimiento dentro de un sistema que rota. Imaginemos que nos encontramos sobre la superficie interna de un cilindro que esta girando y arrojamos una pelota paralela al eje de rotación. Parece lógico pensar que la pelota describirá una trayectoria rectilínea. Pero en realidad el cilindro seguirá girando debajo de ella, de modo que cuando llegue a la altura de su destino habrá sufrido una desviación exactamente como si una aceleración invisible hubiera tirado de ella. La aceleración de Coriolis depende del radio de giro y de la velocidad angular, pero como en una astronave dicho radio debe ser forzosamente reducido, es un punto muy a tener en cuenta a la hora de aprender a desplazarse sin problemas. Una buena descripción de estos efectos la tenemos en la narración del descenso de los paracaidistas rusos desde el eje de una estación espacial en Eón de Bear.

Sin embargo, la mayor pega de los sistemas centrífugos, especialmente en las naves espaciales, es el de la gravedad diferencial. Tal y como comentamos más arriba, el valor de la aceleración centrífuga depende de la distancia al punto de giro y de la velocidad angular. Pero el radio de giro de un carrusel centrífugo esta limitado por el diámetro máximo de la nave. En un habitáculo de cuatro metros de diámetro siempre podríamos ajustar la gravedad incrementando la velocidad angular... pero entonces nos encontraríamos con que los pies, por ejemplo, estarían sometidos a una aceleración de una g, mientras que la cabeza se encontraría prácticamente en caída libre. La sangre se agolparía literalmente en las extremidades inferiores, en una especie de efecto marea rotacional, dando lugar a efectos fisiológicos impredecibles. Lógicamente, siempre podríamos escoger la opción Rama, construyendo naves de kilómetros de diámetro en las que estos efectos resultasen despreciables. Pero esta no es, sin duda, una solución demasiado elegante. La NASA ha planteado, dentro del marco de los estudios que se están llevando a cabo para un posible viaje tripulado a Marte durante la próxima década, una solución intermedia: al alcanzarse la parte inercial de la trayectoria, la nave se divide en dos módulos separados por un cable de longitud arbitraria. Entonces se imprime una rotación angular al sistema, de modo que el módulo habitado tenga una gravedad centrífuga cuyo valor puede ajustarse mediante la velocidad de rotación (que sólo viene limitada por la resistencia del cable) y en donde se pueden minimizar los efectos de la gravedad diferencial variando la distancia que separa ambos módulos.

En esta primera entrega hemos repasado los efectos de la baja gravedad sobre el organismo humano y algunas de las estrategias que se han propuesto para evitarlos. En la segunda parte de este artículo veremos los problemas derivados de la alta gravedad y la utilización de sistemas de antigravedad y generadores gravitatorios en la ciencia-ficción.


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